Autobiografía de un coche de 1.908. El AL-10 del ingeniero Cervantes
Almería
Abuelo coche. El autor, a través de la primera persona, narra los pensamientos y recuerdos de un automóvil clásico de principios del siglo XX
Sé que cuando los coches dejamos de ser útiles nos conservamos en dos tipos de existencias: en cuerpo y alma, de colección, y en alma sola, archivado, o fotografiado que es como me asomo yo a esta página para ilustrar la autobiografía que he autorizado redactar a José Luis Ruz, fiado en el cariño con que se ocupó en 1991 de contar nuestras historias de pioneros en el boletín de la II Ruta de Vehículos Antiguos de Almería.
Hijo de los muchos con ruedas que tuvo Marius Berliet nací en Lyon en 1908 y todavía en pañales me ví navegando de Marsella hacia Almería, a donde llegué, con la primavera y todavía mareado fui recluido en un almacén del puerto en que recibí las visitas de mi dueño, sus amigos y familiares a la búsqueda de demostraciones con tal abuso que era oír la puerta y me echaba a temblar... Hasta los neumáticos estaba ya de hacer de mono de feria cuando en 6 de mayo llegó una visita más discreta de voz pero con la misma manía: arranqué y paré, pité y encendí los faros de carburo; se trataba de una inspección de la que salí bautizado "AL-10" un nombre que aunque reconozco soso llevé con orgullo en mi vida-vida y llevo hoy en mi vida en foto. Por los papeles que sobre el capó tuve, me supe propiedad del ingeniero don Francisco Javier Cervantes y Sanz de Andino, un cartagenero que cartaginés parecía por luchador y tenaz, director del puerto, casi todo en la política..
Por mi matrícula pensé que era yo el coche que hacía el diez de los matriculados, y no era así porque lo que se dice coche, coche, soy el tercero al no contarse del AL-3 al AL- 9, los tres últimos ómnibus, y los otros cuatro, mamotretos a vapor, negros e ingleses de aquellos a los que llamaban "locomóviles" porque aparentando ser nosotros eran en realidad máquinas de tren salidas de las vías para moverse a lo loco, asustando a todos: a mí, sin ir más lejos, cuando al poco de llegar, a punto me expusieron de colisión y hubiera dado el petardazo padre de no haber recibido las dos palmaditas tranquilizadoras que don Javier me dió en el costado.
Como si hoy fuera recuerdo la tarde de aquel día de mí matriculación que fue la de mi primera ruta, emprendida por la carretera de Bajamar, Venta Eritaña arriba, hasta que ya en la punta de San Telmo la cuesta se tornó sarta de curvas por el Cañarete… que recorrí al compás de las palmas de mi motor, retornadas por los murallones rocosos en ecos que se me antojaban ovaciones, transmitiéndome tal sensación de poder, de ser "el amo del mundo", que de haber sido 1956 me hubiera puesto a cantar con Juanito Valderrama "el rey de la carretera".
No era hora de diligencias y solo tuve cruces y adelantamientos con carros y arriería… y ya pasado El Palmer en un santiamén me vi en la finca familiar del chorrillo de dulce agua que dió al lugar el nombre de Aguadulce, y allí pasé la tarde, un poco aturdido por las dichosas visitas hasta que atardeciendo noté con alivio que a don Javier le habían entrado las prisas por llegar a la capital antes de que lo hiciera la noche y entonces me di cuenta de que su confianza en mis ojos, en mis faros de latón brillado, era como la mía: ninguna.
Siempre atento al pistoneo, veces había en que el aburrimiento me llevaba a distraerme con el mundillo sobre el que avanzaba, y así veía a las caballerías con las orejas de punta, a las gallinas de las ventas revolotear asustadas a mi paso o a los niños mirándome atónitos con el dedo índice metido en la nariz, … cuando no me ponía -sin querer- a oír la conversaciones de mi dueño con su compaña, sincerados en esa confianza de confesionario que solemos inspirar los coches. Sabedor de que no me lo habían contado a mí, jamás referí lo oído, siempre cosa sustanciosa, proporcional a los viajeros...
Como el caballo al jinete acabé yo conociendo a mi dueño; en público llevaba por prestigio chófeur, pero era salir a carretera y ponerse él al volante sin que nadie lo advirtiera yendo como iban todos con batas guardapolvo, gafas de piloto y gorra de orejeras, fantasmas en busca de destinos siempre de interés... aunque a mí me gustaba especialmente ir a Berja donde don Javier tenía uvas a porrillo y un hermano, don José María, diputado del distrito. No había vez que al llegar a aquel pueblo no me parara con el AL-2, el Gobron-Brillié de don Francisco Joya Manzano, y mientras hablábamos de nuestras cosas al ralentí, nuestros dueños lo hacían de nosotros a voces… y a veces hasta mal.
En uno de aquellos viajes virgitanos, el de 22 de junio, llevó mi dueño el acelerador a la tabla y a más de 70 km por hora quiso que tomáramos una curva… y nos la tragamos entera, siendo despedidos conductor y ayudante con tremenda violencia; los vi volar y respiré cuando se incorporaron heridos leves y ya no pude más, se me nublaron los faros y me desvanecí… Cuando volví en sí me ví al remolque de unos mulos entrando en Berja molido de los hierros y un tanto avergonzado. Por el rabillo del faro izquierdo vi pasar a mi dueño en la diligencia camino de la capital. Ni me miró. No me perdonaba que, tras haberlo convertido en el primer automovilista deportivo de la historia de Almería, lo hubiera hecho su primer accidentado al tiempo que yo me hice su primer coche estrellado.
Ni la velocidad imprudente, ni el gato negro que se me cruzó en Dalías eran culpables: tenía que ser yo, que era un mandao... La verdad es que aquella injusticia cervantina me dolió mucho más que el golpe con la terrera, el origen de todos mis males que me aportó entre otras dolamas un desequilibrio que se manifestaba por una leve querencia hacia la derecha. Ya nunca volví a ser el de antes. Cuando un día del año siguiente de 1909 escuché -sin querer, como siempre- que don Javier esperaba un Hispano Suiza vi que había perdido ya el favor de mi dueño... Y así de triste es como concluyeron mis dos meses de vida, pues aunque seguí rodando años ya lo hice como alma en pena, dando pistonazos en busca de la felicidad pérdida.
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