Crónicas desde la ciudad

Isabel II en Almería

  • Los muertos podían esperar, la reina no. Agotada la partida anual de imprevistos, el Ayuntamiento recurrió al presupuesto asignado para la construcción del nuevo cementerio de San José

Isabel II en Almería

Isabel II en Almería / grabado de Emilio Sánchez Guillermo

La milenaria Cádiz, pila bautismal de la Constitución de 1812, fue asimismo quien diera inicio a La Gloriosa, movimiento cívico-militar en septiembre/octubre de 1868 que, extendido por todo el país y encabezado por el general Prim y almirante Topete, culminó con el destronamiento de Isabel II y su marcha innegociable al exilio francés. Periodo convulso en la ya de por sí agitada centuria decimonónica que, tras el corto mandato de Amadeo de Saboya, propició el advenimiento de la 1ª República Española. La reina borbona indicó así la senda a seguir posteriormente por su nieto Alfonso XIII. En el caso que nos ocupa, un lustro atrás realizó un periplo propagandístico sureño que incluyó la capital de la provincia habitada por tarantos, moratos y tempranos. En este punto cabe precisar y/o desmentir ciertas leyendas urbanas llegadas hasta nuestros días. Lo curioso es que tal efeméride no resultara de especial interés para los conspicuos costumbristas locales:

a) La calle La Reina (rambla de Gorman, de la Libertad, Espartero, Mariana Pineda) ya estaba rotulada con anterioridad a su venida

b) La llamada “escalinata real” aún no existía. El falucho del que desembarcó amarró en un espigón del futuro muelle de Levante

Visita fallida 

Cuatro mermados siglos habían transcurrido desde la anterior y remota visita regia a Almería, cuando en la Navidad de 1489 Fernando e Isabel pactaron con El Zagal la toma pacífica de la ciudad musulmana por las tropas castellanas. Pero si la estancia de aquellos consumó varias jornadas, lo de Isabel de Borbón, hija del tirano Fernando VII, resultó un visto y no visto: llegas tarde y te vas temprano, yo no quiero, primita mía, amores de cirujano, que cantaba Lebrijano: la llegada de Isabel II tuvo lugar el 20 de octubre de 1862, procedente de Málaga y arropado el buque que enarbolaba la bandera real por una docena de barcos de guerra y mercantes. Corría septiembre de dicho año cuando, partiendo de Madrid, inició su recorrido por Andalucía, ya que “estas hermosas comarcas merecen la atención de ser visitadas por la Soberana… Andalucía reclamaba con urgencia este viaje ya que es una demarcación poco o mal conocida en la Corte”. 

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En realidad, se trataba de un intento por recuperar el pasado fervor del pueblo a la Corona, perdido por su ineptitud política, excesos personales y escándalos financieros. De su periplo por siete provincias (Huelva no mereció tal deferencia), Francisco Mª Tubino -cronista oficial incorporado a la comitiva y amante ocasional- levantó puntual acta. De las diez pernoctaciones en Sevilla o doce de Granada, en Almería se redujeron a un puñado de horas: de su arribada a media mañana a siete de la tarde en que zarpó rumbo a Cartagena. 

Los 30 mil capitalinos censados escucharon del pregonero municipal el bando de buen gobierno dictado por el alcalde, Francisco Jover Berruezo, solicitando al vecindario que encalase e iluminara las fachadas y dejasen libre de carruajes y bestias las calles para facilitar el tránsito. En julio la ciudad había festejado el natalicio de la infanta Mª de la Paz Juana y ahora ansiaban verla en persona y gozar de luminarias y música. Poco importaron los cinco mil reales gastados en ornato durante las vísperas y los muchísimos más que seguidamente debería satisfacer el Ayuntamiento, aunque agotado el capítulo de imprevistos hubiesen de recurrir al presupuesto del nuevo cementerio en la rambla de Iniesta. Los muertos podían esperar, la reina no. El gobernador, Lafuente Alcántara, se avino al dispendio mientras que el obispo, Anacleto Meoro, se conformaba con los tedeums y en controlar las limosnas. 

Carentes de carreteras, niños sin escolarizar, analfabetismo galopante, jornales de miseria (cuando los había), comerciantes asaetados a impuestos… Y venga a tirar con pólvora ajena. Tratóse de músicos y se trajeron profesores de Valencia, al tiempo que una comisión recorría los pueblos en busca de los mejores aficionados… Necesitaron carruajes para la recepción y demás ceremonias y la provincia preparó un magnífico tiro de seis caballos castaños, cuatro de particulares y dos comprados a quince mil reales cada uno, enjaezados con lujosas guarniciones y penachos… Para uso exclusivo de SS. MM. y AA. la Diputación tenía dispuesto el exclusivo landó de un particular; no obstante, el Comercio acordó comprar uno exclusivo. Transmitidas las órdenes, en París construirían una carretela elegante tasada en veinte mil francos (escribía el cronista itinerante, aunque de ella nunca más se supo). Para alojar a ministros y alta servidumbre, reconocidos apellidos de la burguesía adinerada (Jover, Bendicho, Hernández, Orozco, Roda, Cámara) ofrecieron sus alhajadas mansiones. A la familia le habían dispuesto el convento de Las Claras, reconvertido en sede del Gobierno Político-Militar y de Diputación. 

Vino tarde y se fue temprano, como visita, prima, de cirujano. Viaje relámpago, de horas

Llegó el gran día. Desde la jornada anterior miles de personas venidas de los pueblos ocupaban la ciudad: “Las calles estaban llenas de gente; por todas partes, lo mismo sobre las playas que en las plazas, se veían grandes grupos vivaqueando. Y al llegar la noche levantóse de aquella muchedumbre un rumor de mal contenido alborozo que se traducía en cantares indígenas acompañados de las clásicas guitarras”. El folclore popular se hizo presente, al igual que ocurriera durante el reinado de su nefasto padre, culpable entre otros desmanes del fusilamiento en agosto de 1824 de Los Coloraos, de los Mártires de la Libertad. De nuevo coplas y guitarras como sustento primigenio del que se iría nutriendo nuestro genuino cante autóctono, referente e influyente: la Taranta. 

Alfonso XII, infante Alfonso XII, infante

Alfonso XII, infante

Sirva como corolario una triada de apuntes. Los propietarios mineros de Almagrera le regalaron una extraordinaria pieza circular de plomo, valorada en 25 mil pesetas de la época. La monarca no se dignó visitar el Ayuntamiento -en la misma plaza y a un paso de su residencia-; en cambio sí lo hizo (acompañada del esposo, Francisco de Asís, y dos hijos-infantes) a la iglesia de Santo Domingo, donde en el camarín de la Patrona prometió un manto y traje para la Virgen del Mar; promesa que cumplió; manto que dos décadas después las monjas de La Puras debieron restaurar, tras la colecta popular que recaudó los 15 mil reales empleados en materiales. Antes de embarcar rindió igualmente una breve visita al Hospicio establecido en el Hospital Real de Santa Mª Magdalena, momento en que una interna de corta edad le leyó lastimeros poemas. Previamente, su “generosidad” le llevó a suspender los bailes dispuestos por parejas de niños y “aldeanos” -alumnos de la academia de danza El Sol-, alegando el ¿fuerte calor? los incomodarían y no era cuestión de exponerlos a la inclemencia solar.

 

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