El Parque de Bomberos (II)
Otro paraíso perdido. En el Camino de los Depósitos, el Parque de Bomberos era para mí un lugar épico y mágico donde podía jugar con coches de verdad y vivir aventuras únicas
CÓMO empezó mi amistad con los bomberos y cuándo comenzaron mis aventuras en el Parque? Quizá fuera que algunos de ellos bajaban a media tarde por mi calleja hacia la Plaza Palmera, "aca" Rosa la cascabela, que les servía en la cocina de su casa unos chatos de vino con unas rajas de melocotón dentro. O quizá, que pasaba yo todos los días por delante del Parque camino de mi escuela de párvulos y me pararía a ver los coches y camiones que allí se guardaban. O que en la época los cortes de agua eran frecuentes y las mujeres subían al Parque a llenar sus cántaros, lo que aprovecharía para colarme entre ellas. O sería simplemente que la relación de esta zona del Barrio Alto con el Parque era muy cercana. Los bomberos reían mucho mis ocurrencias y a veces, adrede, me tiznaban la cara de grasa, cosa que a mi madre no le hacía mucha gracia.
EL CAMIÓN-BOMBA
El edificio tenía arriba el dormitorio colectivo y abajo el gimnasio, el vestuario, la oficina y, sobre todo, el teléfono de urgencias, con una horrísona campana asociada que cuando recibía una alarma de incendio atronaba todo el Parque y alrededores. Los bomberos se deslizaban entonces por una barra vertical al vestuario, donde estaban los cascos, cuerdas y hachas que se colocaban sobre la marcha. Al gran patio semicircular se accedía directamente desde la calle por un túnel. Allí estaban las cocheras, todo un mundo fascinante para mí. Había un par de coches viejos y medio desmontados. Uno de ellos sólo constaba de cabina y chasis, no tenía asientos, y en él, de pie sobre sus vigas de hierro, jugaba yo a ser bombero. Jamás conseguí mover su enorme volante de madera.
El camión-bomba, el "coche", como lo llamaban escuetamente los bomberos, pues solo había ese, era rojo intenso, con una perfecta línea años 30 espectacular. Las aletas de los guardabarros delanteros ceñían el cofre del motor y delante del radiador llevaba la gran bomba de agua que lo identificaba. Sobre la estrecha cabina lucía dos valientes sirenas giratorias. A ambos lados del tanque de agua que cargaba disponía de pasarelas sobre las que iban, de pie, los bomberos cuando corrían Camino de los Depósitos abajo, por la puerta de la Iglesia y la cuesta de la Bodeguilla San José, con las sirenas aullando a todo lo que daban. Tras él siempre iba la ambulancia de Rosales, de quien hablaré en el próximo capítulo. Aquel camión disfrutaba de las mayores atenciones. Todas las mañanas, a primera hora, lo arrancaban un rato para que estuviese caliente cuando se le requiriera,y lo mantenían limpísimo, brillante, en perfecto estado de revista: era la joya de la corona. Mi gran sueño consistía en subir a su altísima cabina, trajinar en sus botones y palancas, girar su enorme y negro volante…
LA REGADORA
Luego estaba el taller, con su característico olor a aceite, gasolina y grasa. Me encantaba aquel aroma. Siempre ya lo he relacionado con el Parque de Bomberos. El suelo, adoquinado como todo el recinto del patio, se alfombraba del serrín que esparcían cuando se derramaba aceite. Al lado encerraban la Regadora y la Gargantúa.
La Regadora era un personaje muy destacado del Barrio Alto. Se trataba de una cuba muy antigua, un entrañable armatoste que las tardes de verano anunciaba su llegada desde la Rambla con un penetrante y monótono rugido de motor, momento en que se convertía en toda una fiesta para los niños. Bajo el solitrón, por los difusores que tenía a ambos lados lanzaba unos enormes chorros de agua a las alturas para regar las calles de tierra y disminuir el polvo y el calor. Los chiquillos nos bañábamos en aquellos caños o pugnábamos por engancharnos atrás para pasearnos suspendidos sobre el río de barro que la vieja cisterna iba dejando tras de sí. El olor a tierra mojada del Camino de los Depósitos también quedó para siempre archivado en mi memoria.
La Regadora entraba gratis a los toros y al fútbol, y junto con "el coche" disfrutaba de las atenciones y los mimos de los bomberos. Al menor ruido extraño, al más mínimo indicio de anomalía en su funcionamiento, la metían en el taller y la abrían, la desmontaban, la reparaban, la probaban..., pues el viejo cacharro les procuraba tardes gloriosas cuando con la fresquita se sentaban -y yo con ellos- en los bancos que había a la puerta del Parque y piropeaban a las muchachas que pasaban:
-¡Adiós, guapa, que tienes los ojos más grandes que los pies!
LA GARGANTÚA
Sólo la sacaban en Feria. Se trataba de una enorme cabezota de payaso -o de payasa- montada sobre una carroza. Si te metías por su boca abierta te deslizabas por un tobogán que el monstruo tenía dentro y salías por detrás, un juego muy simple inspirado quizá en el gigante tragón Gargantúa de la tradición oral francesa recogido por François Rabelais (1534) y convertido en cómico comedor de niños. La primera carroza de este personaje, por cierto, fue construida en Bilbao (1854) por un carpintero llamado Echániz que era a su vez ¡bombero!
Cuando la Gargantúa salía del Parque era una fiesta, un enorme jolgorio. La chiquillería pugnaba por meterse dentro de la enorme cabezota. Pero yo, como siempre estaba guardada en el Parque, jugaba en ella casi todos los días. Y una vez que me perdí -sin saberlo; me enteraron luego-, mis hermanos, mis vecinos y mis amigos los bomberos me buscaron durante horas. Me hallaron por fin dentro de la bocaza de la Gargantúa, durmiendo plácidamente.
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