Almería

La Virgen del Mar (VI): Tomás I

  • Literatura. Son numerosos los escritores almerienses (y foráneos) que glosaron la figura de la Virgen del Mar, religiosos y laicos. A destacar el relato de la procesión que hizo José Jesús García

Tomás Iº, fragmento (VI)

Tomás Iº, fragmento (VI)

Independiente de los clérigos ya citados (Orbaneja, Carpente, Tapia, Delgado), los más acreditados laicos cultivadores de las Letras (prosistas y poetas) prestaron su pluma a glosar la festividad mariana de la titular de Santo Domingo. De Villaespesa a Carmen de Burgos, Antonio Ledesma, Juan de Mata, Alberti, García Contreras, Florentino de Castro y Florentino Castañeda (mañana comentaré mañana su “Corona Lírica”), Fermín Estrella y María Enciso, Martín del Rey y José de Juan Oña, Manolo del Águila, Celia Viñas y su póstuma pieza teatral “Plaza de la Virgen del Mar”, etcétera Y José Jesús García Gómez (1865-1916). Al abogado, escritor volteriano, político republicano y director del diario El Radical debemos las, quizás, más reflexivas, certeras y descriptivas páginas dedicadas a la procesión de alabanza a finales de agosto. Se contemplan en “Tomás I”, obra dramática, costumbrista y reivindicativa en una decimonónica Almería (Pinares en la ficción), burguesa, provinciana y pobre. Veámoslo en dos sucesivas “contraportadas” feriales.

 

La Patrona en el Malecón

La azulada extensión marina, cual si quisiera afianzar de algún modo aquel naciente afecto de la ciudad, lanzó un día sobre el desierto un carcomido leño en cuya superficie ostentaba su maltrecha belleza la imagen de una Virgen. Era natural (por tanto) que la excelsa Patrona escogiera como escenario para las manifestaciones de su culto la rumorosa playa y el dormido Puerto, y así fue.

José Jesús García José Jesús García

José Jesús García

Colocado el observador en la galería del gran chaflán que mata el ángulo del edificio y tendiendo la vista hacia arriba, descubríase en toda su longitud la aristocrática avenida que al Monasterio conducía, calle por la cual se habría de deslizar en breve la procesión como un río sereno, rumoroso y tardo hasta el mar. Paralelo a el -y dejando entre el uno y el otro el paso libre a los carruajes- corría el pintoresco “Mirador” de Pinares (malecón de San Luis, limítrofe al Hospital Provincial): otro paseo estrecho y largo, más alto que el primero, pero tan encariñado con él, que se dejaba caer coquetonamente sobre su arrecife en florido plano inclinado, que también sombreaban las palmeras con su verde penacho.

Desde las primeras horas de la tarde comenzó a afluir la vida toda de Pinares en la calle Mayor (Real) por las mil avenidas que a ella conducían.

La muchedumbre desarrapada y sucia, que al trabajo diario vivía entregada, se había engalanado con lo mejor y más vistoso de su ajuar para lanzarse a la calle y coger sitio en cualquier punto de los del tránsito, y pululaba y bullía inquieta, llevando a todas partes su alegría sana, el rumor de la limpia y crujiente enagua, y la valiente nota del florido pañolón de Manila, genial remedo de toda un superviviente Primavera (…) El continuo vaivén de las regocijadas gentes levantaba en las calles como un hervor de vida, sordo y continuo, sobre el cual estallaba de tarde en tarde el brutal estampido de algún cohete. Y muy a menudo, como un ritmo o muletilla de la muchedumbre, percibíanse las mil voces de los ambulantes vendedores de cera que a grito herido pregonaban su mercancía: “A real, velas; a real y medio, velas”, era la alerta que de todos los soportales, esquinas y aceras salía, como un vivo centelleo del sonido.

El caudaloso río humano resbalaba en medio de este estruendo lentamente hasta la playa. La multitud empezaba a invadir la inmensa explanada de San Telmo crecía y deteníase, como las aguas en un remanso, en la doble fila de sillas tendidas a lo largo del paseo y aún calcinadas por el Sol ardiente; ascendía por el florido plano del Mirador, y de ella, gran parte retrocedía acobardada, e iba a ocultar su cansancio y su impaciencia en la húmeda sombra de las calles vecinas.

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