Almería

Ni castillo ni San telmo; es Torrejón de San Pedro

  • De un viejo dicho de la provincia; a una historia sobre la procedencia de este Torrejón del siglo XVI.

Grabado de 1928 del Carro y castillo de San Telmo, desde la carretera de El Cañarete

Grabado de 1928 del Carro y castillo de San Telmo, desde la carretera de El Cañarete / D.A.

Del desinformado, del corto de luces se decía en Almería: “Ese no llega más allá de San Telmo”, refiriéndose al cercano castillo de San Telmo que en principio fue cosa de moros, en que nació atalaya, ojo avizor adelantado de la Alcazaba en tiempos de miedos, guerras e incursiones y en la paz, su acompañante amigo. Fijado está en la retina del almeriense y en la iconografía de su ciudad ya en pintura, fotografía o grabado tal como el aquí traído de ilustración, obra de Portuondo de 1928 para el Patronato Nacional de Turismo.

Su antigua denominación de “El Torrejón” -palabra que aún nombra a la punta donde se halla- es deformación de “Torreón” que fue como pasaron a llamarse desde el siglo XVI las torres costeras de piedra y argamasa que rebajaron altura, se ensancharon y reforzaron para convertirse en plataformas capaces de aguantar los retrocesos de la cañonería, que fue lo que ocurrió con la nuestra en 1584 año en que sustituyó sus tres torreros por cuatro soldados y un cabo de artillería. Y así anduvo hasta la reforma de Carlos III que lo amplió en 1772 con nuevas dependencias aportadoras de la estructura con la que ha llegado a nuestros días y que le valió el ascenso de torrejón a “castillo”...

Que no lo era, ni lo había sido nunca, como jamás se llamó de San Telmo por el Sant Elmo de los marineros sino que recibió el nombre de Pedro González Telmo, un clérigo palentino del siglo XII, patrón de los mareantes, elevado a los altares en 1714 por el papa Benedicto XIV y que ha dado denominación a infinidad de fortalezas costeras de España y de su imperio, y así lo nombran los documentos de nuestro archivo municipal al menos desde principios del siglo XVII en  que hallamos a un don Luis Delgado presentándose como “alcaide del Castillo de San Pedro Telmo a las inmediaciones de este Puerto”. Cargo este que durante el siglo XVI pertenecía a los hidalgos Chacón y Perosa, y desde el que se gobernaba la fortaleza en nombre del rey, velando por su conservación y ejerciendo su autoridad sobre la guarnición, entonces formada por un artillero y cuatro soldados del Cuerpo de Inválidos de Artillería, acrecentada ya en 1764 con un sargento y ocho soldados de la compañía de Milicias Urbanas de Almería.

A caballo entre los siglos XVIII Y XIX, entre las pocas cosas buenas deparadas por el reinado de Carlos IV, fue la erradicación de la piratería perdiendo con ello su utilidad las fortificaciones como la nuestra; pero como si el sino de la costa fuera la intranquilidad, los ingleses, haciendo de amigos nuestros en la guerra contra Francia, volaron el castillo en 1811… No tardó el contrabando en hacer su aparición y para combatirlo surgió en 1829 el Real Cuerpo de Carabineros que estableció en Almería la 2ª compañía de la que dependió el puesto que ocupó un recién restaurado San Telmo que al menos hasta 1936 estuvo servido por siete números mandados por un suboficial.

Un mundo de hombres, podría decirse que vivía encaramado a las alturas   muy cerca de Dios y lejos de las virtudes, a veces trufado de alguna que otra mujer de tapadillo, sin que faltaran otras de honra, como Isabelica Esquinas, la joven esposa del cabo Villarta, que se hizo famosa posmortem un día de abril de 1882 en que salió del castillo con los pies por delante en busca de templo para su funeral y en ataúd anduvo dando tumbos -nunca mejor dicho- por la ciudad, todo por culpa del padre Bedmar, cura castrense y buen malafoyá de haber sido granadino.

Tan ensimismados los carabineros en mirar a lontananza descuidaban las cercanías y los matuteros le metían los alijos de contrabando a un palmo de sus narices y aún en ellas mismas los escondían, tal como ocurrió en abril de 1911, en que en la inmediata cueva del Torrejón guardaron 232 quintales de tabaco cubano aprehendidos merced a un chivatazo a los agentes de Tabacalera. La querencia republicana  le valió a los carabineros la ojeriza de Franco y con ella la supresión de su cuerpo en 1940, pasando el castillo a la Guardia Civil que le hizo algunas obras para unos años después abandonarlo del todo y aburrido de contar olas andaba, cuando fue regalado por el Gobierno al Ayuntamiento por decreto de 25 de enero de 1974, una vez segregado sus 85 metros de la finca matriz de seis hectáreas de peñascales a la que pertenecía, una cesión que condicionaba su uso a ser mirador y exposición permanente de productos y artesanías de la tierra. Pero fue caer la fortaleza en manos municipales y aquel proyecto caminó hacia el olvido para acabar perdiéndose entre las nubes negras del Rincón de las Panochas.

Sin uso, hasta a tratar se llegó, cómo no, de su demolición, la solución final, y estúpida, que tan desfigurada ha dejado la cara, otrora bonita, de Almería. Al final, quiso Dios que el fuerte se salvara y ahí está, más o menos pancho, consolidado y remozado, con una restauración del todo discutible, que entre otras cosas le dio el indeseable toque de cirugía antiestética y, como la que se pone labios, él se puso faro, que le sentó fatal: un edificio feo como una multa, que desde la carretera de El Cañarete semeja un bloque de pisos con blanca medianera incluida… y ahí sigue, pastiche, enriscado en la punta de su nombre, mirando al mar de frente y de reojo a Almería, en soledad y sin visitas, que nadie es amante de las escaleras… tal vez por eso no llegó a dársele utilidad turística, idea esta que sobre descabellada era también vieja como vieja era la de convertir este Torrejón, este Torrejoncillo, en luz y guía de navegantes como ya avisaba por taranto Luis Algaba, Chiquito de Triana,  a mitad del siglo XX:

“Le van a poner un faro

y un cañón de artillería

para que cuando haga un disparo

tiemble el reino de Almería”.

El faro ya se lo pusieron y ahí anda, guiña que te guiña, desde 1976; ahora sólo falta ponerle el cañón, cargarlo, arrimarle yesca, taparnos los oídos y esperar a ver si es cosa verdadera que pueda echarse a temblar un reino que es de quimera.

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