Las cosas raras que se ponían en los coches

pequeñas historias almerienses

Nuestros padres y abuelos colocaban en los vehículos de la época un sinfín de artilugios extraños e inútiles: perritos, cojines, cintas, mantas, cortinillas..

Furgoneta de Estonia aparcada en Almería con su cristal lleno de adhesivos.
Furgoneta de Estonia aparcada en Almería con su cristal lleno de adhesivos.
José Manuel Bretones

12 de noviembre 2023 - 06:00

Uno de los adornos comunes de los coches que circulaban por Almería, entre finales de los sesenta y los setenta, eran las pegatinas. Se puso de moda colocar en la chapa del chasis o en los cristales traseros diferentes adhesivos con lemas más o menos horteras, publicitarios y reivindicativos. Esas tirillas rectangulares con sus mensajes sobrevivían a la solanera almeriense de verano y a la humedad del invierno con sus “Almería, Costa del Sol”, “Almería, madre de la vida padre”, “Almería, donde el sol pasa el invierno”, “Zoy españó y andalú cazi ná”, “Este coche no lleva cojines, pero… ¿lleva?”, “Ser español, un orgullo”. Existían otras con lemas provocadores, que retaban al resto de usuarios en el asunto de la velocidad: “Detrás el que quiera… delante el que pueda”, “No corro, vuelo bajo” o “La carretera no es un circuito… pero nos apañamos”.

Papá no corras.
Papá no corras.

Cuando comenzaron a comercializarse los coches con turbo, algún listo le ponía al suyo -con la misma tipografía y color- la palabra “Bruto” que, aun llevando las mismas letras, no era igual. Aquí, también se vio mucho la pegatina o el escudo de metal con el indalo, pero las había de todas las capitales y de la mayoría de los clubes de fútbol.

Otra moda desaparecida, que aún se mantiene en lugares remotos, es la de pegar al cristal trasero del vehículo un escudo o bandera del país, región o ciudad por donde ese automóvil ha circulado. Hace unos días, frente a la ig

Adhesivo
Adhesivo

lesia de Santa Teresa en Oliveros, aparcó una furgoneta matriculada en Estonia con medio centenar de pegatinas.

Las cortinillas

Pero el adhesivo es una anécdota comparado al sinfín de cosas extrañas, raras, inútiles y hasta dañinas a la vista que el almeriense de hace medio siglo colocaba en sus automóviles. Por ejemplo, las cortinillas en el cristal trasero. Su utilidad era más bien escasa, pero pretendían ofrecer un signo de distinción, honorabilidad y exclusividad. Tenían un mecanismo en los laterales para plegarlas y un riel en la parte alta para, cuando fuese necesario, abrirlas. Habitualmente eran de tela, pero el afán de las madres y las abuelas por el ganchillo llevó a algunos conductores a instalarlas y lucir las flores y círculos de croché.

El inconveniente de las cortinas era que si te paraba la Guardia Civil e interpretaba que impedían la visibilidad del espejo retrovisor interior te podía multar. El más habitual en llevar las cortinillas traseras, e incluso persianas metálicas tipo estor, era el Seat 1.500, modelo elegido mayoritariamente por los taxistas. Estos profesionales del volante también eran muy amigos de colocar la cinta anti mareo. Se instalaba en la parte trasera y baja del automóvil y decían que servía para, rozando el asfalto, descargar la energía estática del vehículo. El argumento de venta era que mejoraba el bienestar de los ocupantes durante un viaje largo. Infinidad de coches particulares la portaban, algunos con un catadióptrico reflectante que incrementaba la visibilidad trasera. Eran de caucho y alambre de cobre y las había de rayas, colores, con marcas, flechas… Encontrarlas era muy fácil en “Navarro Hermanos” de la calle Doctor Gregorio Marañón, en “Repuestos Granada” o en “Hergo”, de José Hermoso Gómez, en Poeta Paco Aquino.

¡Papá, no corras!”

El objetivo de esas tirillas era que, al viajar, los chiquillos, la mujer, la suegra, o la tía tuvieran un desplazamiento confortable. Y es que la familia siempre estaba presente en el habitáculo del coche. Presencialmente, o en aquellos pequeños marcos que se pegaban con un imán en el salpicadero y que tenían un hueco redondo para la foto de los chiquillos. Y bajo el retrato de los niños –siempre con cara lánguida-, un imperativo: “¡papá, no corras!” o un deseo: “Te esperamos”. En “El Valenciano” de la calle de Las Tiendas ofrecían innumerables modelos que incluían de adorno un semáforo pequeñito, una señal de tráfico o una imagen en relieve de San Cristóbal, patrón de los conductores.

Porque la imagen de San Cristóbal –o en su defecto una cinta verde con la medida de la cintura de la Virgen del Pilar- era imprescindible en un coche nuevo. En “El Rinconcillo” –que hoy es un pub- vendían medallicas que, además, traían el letrero “a más de cien me bajo”, como si el santo no protegiera a los amantes de la velocidad. En Almería, sin un metro de autovía entonces, éstos solo podían pisar el acelerador en las rectas de El Ejido y de Tabernas. Entre puentes, curvas, travesías, carreteras sinuosas y caminos estrechos, los amigos de correr lo tenían complicado.

Funda para el volante y guantes

Aun así, para estos pilotos veloces existía otro artilugio que hace 50 años se veía con asiduidad y era fácil de encontrar en “Accesorios Muñoz” o en “Repuestos Bernal” de la calle Altamira: la funda del volante para que las manos no resbalaran con el sudor. Ese utensilio, junto a un par de guantes, imprimía al propietario del coche una aureola de conductor magnífico y seguro, a pesar de carreteras como las de “El Cañarete”, la subida de Huebro o el fatídico “Ricaveral” y sus quince kilómetros de estrechas curvas cerradísimas.

En esas vías era donde la palanca de cambios funcionaba a tope. Cuando el piloto embragaba y desembragaba constantemente. Pues ahí, los conductores setenteros también instalaban un cacharro. Desmontaban el pomo de la caja de cambios y ponían otro con una calavera, florecillas disecadas, una pelota de golf, un cañón, una mano o un insecto disecado dentro de una bola de silicona.

El perrito que movía la cabeza

Esos acelerones cambiando las marchas con la palanca, al menos, permitían que otro accesorio característico de los setenta efectuara su labor: el perrito que movía la cabeza con los vaivenes del coche. Iba en la bandeja posterior y gracias a sus muelles se meneaba al compás del coche. Fue utilizadísimo y, si no te lo traían de Melilla, podías comprarlo de infinidad de modelos que imitaban las razas caninas más habituales. Quienes no llevaban perrito portaban un cojín envuelto en un paño de punto de cruz. O dos. También se depositaban en la bandera trasera, casi convertida en repisa, y en ocasiones su dibujo hacía juego con la manta, que se extendía sobre el asiento trasero para que la tapicería no se manchara, y las alfombrillas para proteger el suelo de moqueta.

En los asientos, igualmente, era común ver unas fundas de bolas que teóricamente masajeaban al usuario mientras circulaba. La moda vino de EE.UU. y de sus películas de acción, donde también se veían innumerables objetos cayendo del espejo retrovisor interior. Aquí, imitamos a los yanquis, y nuestros padres y abuelos comenzaron a colgar distintos objetos, a cuál más chabacano e inútil: un par de dados, un llavero cortaúñas, un bote de cristal que en su día fue ambientador, un encendedor antiguo de mecha, una cinta de colorines o un colgante con letras chinas. Más tarde se impusieron los cartones verdes en forma de pino que olían al aire fresco de los bosques de Canadá. Pero se secaban enseguida porque, como decían las pegatinas de los Seat 850 y de los 4L de hace medio siglo, en “Almería, el sol pasa el invierno”.

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