Cuando jugábamos en los bares a las máquinas de bolas

Almería

Las conocidas como “pin-ball” llegaron a Almería a finales de los sesenta y protagonizaron las horas de ocio de varias generaciones de jóvenes

Máquinas de pin-ball / Fb Acuérdate
José Manuel Bretones

Almería, 29 de octubre 2023 - 08:00

Una de las primeras palabras en inglés con las que nos topamos los muchachicos de Almería de los años setenta y ochenta fue “Tilt”. Era odiosa, aborrecida. Causaba tal aversión que cuando aparecía en la pantalla, el artefacto mecánico recibía diferentes palabrotas malsonantes, manotazos, golpes y alguna que otra “patá”.

Hablo de las máquinas de bolas de los bares y de los recreativos. Las que los niños pijos llamaban, desde que sus hermanas estuvieron en Londres una semana y volvieron más delgadas, “pin ball”. Aquellas, también bautizadas como “petacos” (acrónimo de la empresa madrileña “Procedimientos Electromagnéticos de Tanteo y Color”), en las que el objetivo era sumar muchos puntos y obtener partidas gratis si llegabas a la cifra que marcaban las instrucciones.

Con el “Tilt” iluminado, que traducíamos como “falta”, la diversión terminaba. La partida se interrumpía bruscamente porque el artilugio interpretaba que habías hecho trampa moviéndolo o empujándolo para que la bola sumara más y no se colara en el agujero del “game over”. Porque ese era otro término británico que aprendimos en los bares y en los billares. El final. La conclusión del divertimiento. Daba menos rabia que el jodío “Tilt”, pero nos provocaba un convulso movimiento de dedos dentro del bolsillo del “Lois” o del “Levi´s” para sacar un duro e iniciar una nueva partida.

Los recreativos

Máquina de "Pin-ball" Canasta 86 / FB Acuérdate

Sin lugar a dudas, las máquinas de bolas impulsadas con aquellas pequeñas palancas activadas por botones fueron el gran entretenimiento de las horas de ocio de varias generaciones de almerienses. Las de ocio y las de clase. Porque era cosa común que los recreativos del Camino de los Depósitos, del Baúl de la Abuelita, de la avenida Cabo de Gata, Plaza de San Sebastián, calle Gravina, del sótano del Café Colón o de la calle Méndez Núñez tuvieran usuarios en horas lectivas. Los chiquillos depositaban sus libros y apuntes en la parte alta de la máquina y allí permanecían jugando las horas muertas mientras en su aula explicaban derivadas, la tabla periódica o las declinaciones latinas. ¡Cuánto dinerillo para el billete de autobús urbano o para el bocata del recreo terminó en el monedero de las “pin ball”!

Aquel soniquete musical y estridente cuando se movía la bola, las luces intermitentes de mil colores y la obsesión por sumar más y más puntos segregaban una adrenalina que convertían al juego en adictivo. De tal modo que cuando ibas a un bar o a unos recreativos a por tu favorita, si estaba ocupada ponías cara de enfado y desesperación. Y sonreías maliciosamente cuando al tío que jugaba se le colaba la bola, acababa la partida y ya no tenía un duro para seguir. Era tuya. Comenzabas a jugar y llegaban otros mirones, a los que tenías que advertir seriamente: “no toques ni te apoyes que me haces falta”. Porque siempre que se disputaba una partida, un corrillo de niños pululaba alrededor.

La máquina “Canasta 86” estaba en la práctica totalidad de los bares y salones recreativos de la provincia

“Clockkk”, partida extra

Porque en éste, como en otros juegos, cada uno tenía sus sitios y modelos preferidos. Sus debilidades. Las máquinas de los billares eran más sensibles y las partidas duraban menos; en cambio las de los bares estaban más “baqueteás” por los meneos y zarandeos de los usuarios. Es más, aquel sonido seco, casi orgásmico, del “clockkk” de una partida extra retumbaba mejor en un café-bar que en unos recreativos. Allí, el alboroto, el escándalo y el estrépito de las pandillas era cosa común por cuestiones tan nimias como haber obtenido una bola extra, una partida por la suerte final de la “lotería” o que sumara más puntos con aquel parpadeante “Especial when lit”.

Los fanáticos de las bolitas habían desarrollado unas técnicas muy depuradas para prolongar las partidas o sumar más puntuación. Por ejemplo, en lugar de pulsar los botones con las yemas de los dedos lo hacían con la palma de la mano porque ganaban tiempo de reacción. Eso sí, terminaban con la mano “desoyá”. Otros, en lugar de sacar la bola tirando del mango lo golpeaban con el puño para que saliera a toda velocidad. Todo ello acompañado por unos movimientos de cadera y piernas que ni el “breakdance” aquel.

En algunos billares, los vigilantes, que solían ser hombres mayores con muy “mala follá”, regulaban la rosca de las patas más cortas para que la máquina tuviera más pendiente, la bola fuera más rápida y se colara antes. Había dos formas de evitarlo: no jugando ahí y dejando siempre el puesto libre para que los dueños rectificaran o “el truco”: los chiquillos la calzaban a escondidas con chapas o tacos de madera y sorteaban ese desnivel. Había otros muchachos más rudos que golpeaban de forma contundente al monedero para que marcara alguna partida. O aquellos que dejaron encerrado en el cuarto de baño al guardián de los billares de la calle Gravina, le tomaron prestadas las llaves y durante un rato hubo partidas gratis para todo el mundo.

Un “biscuter” y a la máquina

Los bares de Almería fueron donde, a final de los años sesenta, se instalaron las primeras. Las familias que iban a tapear –entonces, sin suplemento- les pedían a los niños un “biscuter” (un vaso pequeño lleno de cerveza) con un lomo a la plancha y los mandaban a la máquina de bolas. A muchos había que subirlos a una caja vacía de botellines “San Miguel” o de “Fanta” porque no llegaban a los botones. Por un duro, tres partidas. Y no daban la lata.

En 1968 ya había una funcionando, maravillosa, que Antonio Fornieles Segura (1919-1987) montó en “Los Faroles” de la calle Murcia. En el “Venecia”, junto a la playa de San Miguel, había otra, así como en bares como “La Gloria”, “Lupión”, “Las Vegas” o en el “Pasaje Parrilla”. Alfonso Rodríguez, un técnico de Telefónica de Almería, las introdujo en numerosos establecimientos hosteleros. Él tenía la representación y la fabricación del aparato se hacía en Barcelona. Las tiendas de electrodomésticos se apuntaron a la fiebre y un día apareció una en el escaparate de “Bazar Almería”, en el Paseo. Su valor de venta al público era de 2.000 pesetas; una bestialidad porque en 1970 el sueldo mínimo mensual era de 3.600. Mi primo Paco se encaprichó de ella, pero su madre le respondió que se la compraría cuando las 2.000 pesetas perdieran un cero. Días después, la marcaron en 1.950 pts. El precio perdió no uno sino dos ceros, pero aquel argumento no convenció a mi tía Loli.

Con el tiempo, aquellas primitivas y analógicas, pero divertidas máquinas de bolas fueron sustituyéndose por modelos más sofisticados. Aun así, resultaban deliciosas: las “Fish Tales”, “Bushido”, “Star Wars”, “Brave team”, “Comet Halley”, “Pole Position”, “Flipper”, “Old school”, “Apollo”, “Odín”, “Safari”, “Maverick”, “Tommy “, “Dakota”, “Dragoon” o la “Cherokee”, ambas complicadísimas.

Con motivo del Campeonato Mundial de Baloncesto, que organizó España en 1986, salió al mercado la “Canasta 86”, una extraordinaria y maravillosa máquina de bolas que estaba en casi todos los bares y pubs de Almería. Permitía jugar a cuatro personas a la vez, cada uno con su marcador propio. Se fabricaba en España, pero todos sus indicadores estaban en inglés. En el “Barón”, en la calle Gerona, había cola de usuarios porque el ambiente musical era agradable, las copas de calidad y la “Canasta 86” daba muchas bolas extras. Eso sí, tres partidas ya costaban 25 pesetas. Se convirtió en mítica. Y eso que también se iluminaba el “Tilt”.

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