La leyenda de la Calle Judía
Almería
Una hebrea hermosísima, acogida por un labriego, fue humillada y denunciada injustamente por el vecindario. Tras salir airosa del juicio por inmoral, una epidemia la mató
La estrecha, sinuosa y almeriense calle de la Judía transcurre paralela a la de Granada. Es una prolongación de la de Marcos, que parte frente a la antigua “Pastelería La Colmena”, a cuarenta pasos de la Puerta de Purchena.
Allí, a principios del siglo XX, se encontraba la escuela infantil fundada por Agustín Molina García (1850-1926), un maestro repatriado en 1898 desde Cuba, isla en la que ejerció durante tres lustros. También estaba el colegio electoral del distrito, donde los vecinos depositaban su voto. Formaba una arteria de mucho tránsito dentro del antiguo barrio de Las Huertas.
Muchos ciudadanos creen que el nombre de Judía es un homenaje a este alimento, que puede ser verdura o legumbre, según su tipo. Pero no. El callejero de la capital es rácano en denominaciones de hortalizas, aun siendo Almería el vergel que alimenta a media Europa. No tenemos ni una calle tomate, pimiento o calabacín que echarnos a la boca.
La calle Judía corresponde a un reconocimiento que efectuó la ciudad a principios del siglo XIX a Sara, una bellísima mujer hebrea que fue vilipendiada, denunciada y acosada por un vecindario envidioso; tras ser absuelta en el juicio por obscena y lúbrica contrajo una terrible enfermedad que le llevó a la tumba. Eso narra, a grandes rasgos, la leyenda que Joaquín Santisteban Delgado (1870-1959), cronista de la ciudad, se encargó de difundir el 17 de marzo de 1926 en un artículo publicado en el diario de cuatro páginas “Andalucía Oriental”, dirigido por el profesor y articulista Francisco Velarde Martínez.
La leyenda empieza en Orán
La leyenda de la calle Judía empieza en Orán el 9 de octubre de 1790, cuando un enjambre de terremotos sacudió el norte de África. Fueron de tal magnitud que las sacudidas sísmicas llegaron hasta Almería, desplomando 300 casas y el convento de San Francisco, fundado por los Reyes Católicos en el siglo XV. Estaba donde hoy emergen orgullosas las dos torres de la parroquia de San Pedro Apóstol. La calle peatonal que hay justo detrás tomó el nombre de ese monasterio.
La práctica destrucción de Orán ocasionó miles de muertos y un éxodo masivo de ciudadanos que, en frágiles barquitos de madera y vela, cruzaron el Mediterráneo buscando una tierra segura. Joaquín Santisteban relataba hace casi un siglo que los oraneses desembarcados en las costas almerienses eran “paupérrimos” y se establecieron en tiendas de campaña fuera del perímetro amurallado de la ciudad, cerca de las puertas del Mar (donde la fuente de Los Peces), del Sol (Plaza “de los Burros”) y la actual de Purchena.
El almeriense del siglo XVIII tampoco nadaba en la abundancia, pero acogió al refugiado con afecto, haciendo gala de su “caridad inagotable”. El poco pan que sobraba se entregaba a los angustiados damnificados que, a cientos, se hacinaban en lo que hoy son las calles Rueda López, Reyes Católicos, Plaza de San Sebastián y Parque de Nicolás Salmerón.
Entre aquella muchedumbre harapienta estaba Sara. Una judía hermosísima, con porte distinguido, piel tersa y modales refinados que había conseguido arribar a la costa almeriense en una de esas pequeñas barquillas destartaladas. La mujer deambuló por los bancales de las afueras de la ciudad implorando amparo, hasta que el labriego Andrés Pitanzas se apiadó: le atendió y le dio cobijo en una casa rústica que poseía en el Barrio de las Huertas, cerca de la iglesia de San Sebastián.
Sara llevaba en aquella choza una vida intachable: respetaba la religión de su benefactor, tenía unos modales civilizados y cuidaba el entorno como un edén. Pero se encontraba rodeada de cotillas, chismosos y cizañeros que comenzaron murmurando y terminaron denunciándola por obscena, impura y lasciva. Corría el año 1793 y el escándalo protagonizado por la envidia de los cuentistas llegó a oídos del corregidor de la ciudad, Juan Antonio Benavides y Lara.
Éste, presto y raudo, localizó al campesino Andrés Pitanzas para que le llevara ante la mujer. Dicen que el regidor quedó prendado de la excelsa belleza de Sara y muy contrariado por la infamia levantada contra su honor. Tanto, que se comprometió a defenderla personalmente ante los inquisitorios tribunales. El cronista Santisteban llega a exponer que, pese a su entusiasmo con la mujer, Benavides nunca trató de intimar su corazón con el de Sara “por evitar engendros impuros, manchados al contacto de mala raza, según marcaban los prejuicios de la época”.
El corregidor efectuó una defensa tan denodada y efectiva que la vilipendiada consiguió la absolución del tribunal y su reputación quedó inmaculada. Además, los murmuradores fueron castigados por haber denigrado a la hebrea de esa forma tan miserable.
Sara, tras la vista judicial, volvió a la barraca del agricultor; durante poco tiempo siguió su vida serena y con la moderación que imponían unos recursos limitados. Pero la mala suerte se cebó otra vez con ella. Una de las muchas epidemias que azotaron a la capital en el primer tercio del siglo XIX convirtieron la excelsa belleza del rostro de Sara en “despojos”, como lo definió Joaquín Santisteban en 1926. La enfermedad, que bien puso ser fiebre amarilla, sarampión o lepra, acabó con la vida de la judía. Murió la mujer, pero nació la leyenda.
Poco después, el Ayuntamiento de Almería diseñó la urbanización vial del barrio de Las Huertas, cuyo trazado afectaba de lleno a la propiedad del labriego benefactor. La casita agrícola de Andrés Pitanzas se convirtió en calzada y ésta recibió el nombre de “Judía”, en honor del sufrimiento que padeció la desdichada y bella Sara.
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