L 28 heridos por un coche-bomba

"Que no haya muerto nadie es un auténtico milagro"

Uno de los axiomas del Periodismo impide hacer noticia de lo que no aconteció. No obstante, y sin que sirva de precedente, lo más reseñable del atentado de ayer fue precisamente eso, que no pasó 'nada' para lo que podría haber ocurrido. Para justificar tal aserción me van a permitir que me tome la licencia de narrar en primera persona unos hechos de los que fui testigo directo.

El jueves amaneció gris en Pamplona. La fina lluvia del norte había hecho su aparición horas antes de que la ciudad despertara. A las nueve de la mañana, en el Campus de la Universidad de Navarra, el bullicio de los alumnos yendo y viniendo comenzaba a dar vida a un día disfrazado de ordinario.

Tras desayunar en comedores volví al Colegio Mayor. Tras recoger en mi habitación los bártulos necesarios bajé a la sala de estudio: por la tarde tenía examen y había que aprovechar la mañana al máximo. En la biblioteca, cada uno en un extremo, Ricardo y yo nos concentramos en la tarea. La quietud era absoluta. El único ruido que se escuchaba era el chirriar de las sillas moviéndose de un lado para otro; en los pisos superiores las limpiadoras cumplían con su rutina diaria.

Así transcurría la mañana hasta que poco después de las once un impertinente estruendo rompió la calma. Al segundo, y aún con el ruido de fondo, las paredes del Colegio Mayor se estremecieron. Pronto levanté la mirada; afuera, y apenas a 100 metros de distancia, creí intuir un coche ardiendo. En mi huida observé cómo dos cristaleras de la biblioteca habían cedido. Escaleras abajo los gritos de desconcierto resonaban insoportables en el vacío del edificio. Entonces comprobé cómo la confusión llevada a su extremo puede provocar verdadero miedo. Terror.

En mi particular desbandada tuve tiempo para preguntarme por un instante qué había ocurrido. "¿Será un atentado?", pensé escéptico. Mi duda no tardaría en resolverse ya que al salir a la calle pude comprobar lo que poco antes había creído ver desde la sala de estudio. Al fondo, y apenas a medio minuto caminando, un fuego de color rojo intenso hacía las veces de basa en una columna de humo negro que alcanzaba ya varios metros de altura. Las llamas no lo dejaban ver pero tampoco era necesario: todos los presentes sabíamos que había sido un coche lo que había explotado. No había duda, era ETA.

Los minutos que siguieron a la detonación fueron de auténtico caos. Nadie sabía nada, pululábamos de un lado a otro con la mirada perdida sin saber qué hacer y respirando un aire contaminado por la pólvora mojada. Lo único que teníamos en mente era que por ése mismo lugar habíamos pasado dos horas antes para ir a desayunar y que, como todos los días, lo tendríamos que volver a hacer para ir a comer y a cenar.

Las sirenas comenzaron a sonar a lo lejos. En apenas cinco minutos la zona se llenó de policías impacientes. Nerviosos, comenzaron a acordonar la zona y a pedirnos que abandonáramos el lugar. Yo, más asustado que sumiso, obedecí sin vacilar. En el camino la gente andaba cabizbaja. Nadie sabía dónde ir. Entonces pensé en los míos: debía avisar antes de que se enteraran por los medios. Si bien hasta el momento no lo había hecho, me empecé a tranquilizar cuando hablé con mi hermana. Me di cuenta de que ella, a más de 900 kilómetros de distancia, estaba mucho más asustada que yo. No era justo ponerla más nerviosa, al fin y al cabo, y aunque sonara egoísta, no me había pasado nada.

Poco a poco comencé a recibir llamadas. Las líneas se saturaron por momentos pero conforme hacía camino la señal mejoraba. En busca de información, lo primero que preguntaba al descolgar el teléfono era qué decían los medios de comunicación acerca de las posibles víctimas. "Como no haya muerto nadie será un milagro", respondía sin cesar. Y es cierto, porque aunque no tenga datos concretos, sí me consta que por ése mismo camino pasan a lo largo del día miles de personas... Yo incluido.

El resto del día pasó como por inercia. No iba, me llevaban. Absorto, me llevaron a comer, me llevaron a tomar café, me llevaron a cenar... A la noche, ya en el Colegio, mis amigos más cercanos nos reunimos en una habitación. Por suerte estábamos todos. No faltaba nadie. Por suerte.

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