La playa del Club Náutico
ESTA y la de las Almadrabillas eran las más cercanas, ideales en los años 50 y 60 para pasar el día en la playa con los niños. ¡Ya tenían ánimos las madres! Preparaban el acontecimiento durante toda la semana y echaban a andar muy, muy temprano para la playa tirando de los niños y cargadas con todos los arreos de baño, los cacharros para la comida, los palos del "chambao"… ¡Ya tenían ganas, sí! Pero quizá era uno de los pocos desahogos que se podían permitir en la época: alguna procesión en Semana Santa, alguna tarde de Feria, algún día de playa en verano…
EL 18 DE JULIO
El 18 de julio era el día playero por excelencia. Nosotros íbamos al Club Náutico o a las Almadrabillas. Mi madre hacía unas buenas tortillas de patatas, gordas, doradas, aceitosas para empapar bien el pan, y mi padre traía del puesto de Jorge, en la Circunvalación de la Plaza, una hermosa sandía. Se llevaba también un par de botellas de Casera e incluso algunos botellines de cerveza El Águila comprados en la Bodeguilla S. José, frente a la iglesia del Barrio Alto. Mi hermano aportaba su pelota de goma y mi padre nos procuraba una cámara de camión para jugar a navegar y tirarnos al agua donde apenas se daba pie.
Y allá que nos íbamos, muro de la Rambla abajo. Como no había sombrillas, los hombres preparaban un chambao con unos palos o unas cañas y unas viejas sábanas. O nos poníamos cerca del "Cable del Mineral" -se decía; lo de Cable Inglés fue mucho más tarde-. En las horas de más sol su sombra era esencial, ya que no se habían inventado aún las cremas protectoras ni los aceites bronceadores. Mi madre y mi abuela tendían en la arena una gran manta donde se sentaban, pues tampoco había tumbonas ni hamacas, y disponían las cestas con la comida. Mi padre siempre enterraba en el rompeolas la sandía y la Casera para que estuvieran frescas a la hora de comer, y no era raro que después nadie se acordara de dónde estaba enterrada la botella o jamás apareciera la dichosa sandía. Siempre recordaré a mi madre aspirando la brisa del mar, saboreando el olor a sal o, con su falda castamente cogida, metiendo los pies en la orilla. Mientras tanto, los niños no perdíamos el tiempo: le dábamos patadas a la pelota, o nos íbamos "p'adentro" agarrados a la cámara de camión. O hacíamos castillos de arena en la orilla, con la ayuda de un par de "cubicos" de zinc que mi madre nos compró un año.
El gran momento era la comida. A la hora de más "solitrón" nos reuníamos todos debajo del chambao, las mujeres en lucha continua para que no metiéramos la arena de los pies en la manta en que todos nos sentábamos. Nosotros teníamos unos vasos plegables, "de pasta", que se usaban en la escuela para la leche en polvo, y unas gorras de paja con viseras de plástico transparentes y de colores. Después de comer había que guardar las dos horas de la digestión. Y la tarde se iba luego poco a poco, hasta la merienda, entre carreras, chapuzones, "ahogaíllos" y pelotazos. Los jóvenes se iban a las rocas del Espigón de Levante a tirarse, y los más intrépidos llegaban nadando a la boya que había entre el Cable Inglés y el Morro. Incluso iban a tirarse desde el búnker que había al lado de la Escalinata Real en el Puerto, o, peor, desde el Morro mismo. Hasta hubo una vez uno que se llegó a tirar desde lo alto del Cable, pero esto ya era una locura.
Con la caída de la tarde no se acababa la jornada de playa. Mucha gente cenaba allí, y se venía ya de noche por el muro de la Rambla arriba tirando de los niños cansados, agotados, destrozados, de los cacharros y de los bártulos, en lo que sin duda era el peor momento del festivo día. Además, luego había que lavarse en la pila del patio, los pies sobre todo, tender los bañadores y las toallas en el "terrao"… Caíamos rendidos en la cama. A las once de la noche todavía oía yo a mi madre en la pila, lavando las sábanas del chambao para tenderlas en el patio. Había sido, también para ella, a pesar de tanto trabajo y tanto "desacarreo", un día glorioso. Y, por cierto, alejado totalmente de su significación política, cosa que el régimen de Franco, conscientemente, fomentaba.
LOS TEDDY BOYS
Cuando crecimos y empezamos a salir con los amigos, es decir, en la segunda mitad de los 60 y primeros años 70, la del Club Náutico aún siguió siendo playa familiar y joven. Frente al edificio del Club habilitaron unos vestuarios con duchas, y era muy moderno dejar allí la ropa mientras te bañabas. Para recogerla después, te daban un número grabado en una chapa que te cogías al bañador con un imperdible o guardabas cuidadosamente en el "bolsillillo" interior del "Meyba". Además, durante esos años, en los salones del propio Club, tocaban los Teddy Boys -Pepe Amat, Paco Carreño, Pepe Del Olmo, Juan Morata y Juan Miguel González-, el mejor "conjunto" de la época y quizá de todos los tiempos en Almería. Las tardes y noches de sábados y domingos aquello era un hervidero de niñas que bailaban como posesas los grandes éxitos del momento en las perfeccionistas versiones de Teddy Boys, con frecuencia mejores que los originales.
Pero todo aquello pasó. Los jóvenes terminamos por citarnos en las playas de S. Miguel, las Conchas y los Tritones, y el Club Náutico empezó a sufrir los embates tormentosos del mar, que se iba llevando la arena poco a poco y el agua llegó a lamer los "murillos" mismos de la terraza del edificio. Luego se cometería el mayor error de todos los tiempos: la construcción del Puerto Deportivo y el traslado del Club de Mar. Almería perdió uno de sus mayores atractivos, que era el lujo de disponer de esta antigua y familiar playa al pie mismo del centro de la ciudad.
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