Los primeros colonos que engrandecieron San Isidro
Almería
Hace sesenta años que se configuró este barrio de Níjar, convertido hoy en huerta de Europa. Así vivieron y trabajaron sus primeros moradores
Cuando hace sesenta años el arquitecto Agustín Delgado de Robles firmó con su estilográfica el proyecto para construir un nuevo barrio en el Campo de Níjar, seguro que ni se la pasó por la cabeza que aquel plano a escala 1:500, fríamente denominado “Sector III del Plan de Colonización”, sería una de las huertas de Europa.
En 1960, en un yermo del “Camino de Vera” solo había cuatro cortijillos, un puñado de bancales, mucha sed y demasiados alacranes y culebras. Los compañeros de profesión de Delgado, José Luis Fernández Amo y Francisco Langle, completaron el diseño de un barrio, casi gemelo al de Atochares. En aquel estéril terregal se construyeron 70 viviendas, escuela, casa del médico, dispensario, centro social e iglesia: nacía San Isidro de Níjar. Al principio, por allí pasaba poca gente; vamos, casi nadie. De vez en cuando un “Dos Caballos” con pegatinas de margaritas y lleno de “hippies” franceses despistados que buscaban Mojácar y puntual el “correo” camino de Níjar o de la capital.
Los primeros colonos, hoy abuelos de innovadores empresarios agrícolas, tomaron conciencia de su pueblo y en pocos años, con sudor y esfuerzo, lo auparon a unos niveles económicos impensables. Ahora, tras Campohermoso, constituye el núcleo más poblado del municipio con 7.131 habitantes, de los que 3.946 son hombres.
De ese “boom” fue testigo el empresario Antonio Lacasa Cañadas que, aun residiendo en El Cerrillo, contrató numerosas ampliaciones de viviendas en San Isidro. Algo que también pudieron comprobar “Ferrandiz y Camacho” en su taller de carpintería y ebanistería, “Paquito el de la Ventilla” –que con aquella habilidad lo mismo instalaba un enchuche que un sistema de baja tensión-, el constructor Francisco Pérez Bordalás o Pedro Antonio Blanes Nieto en su tienda de grifería y saneamientos.
Los primeros tiempos no fueron fáciles; gracias a la constante y ardua labor de estas jóvenes familias y a las facilidades de las inversiones en infraestructuras de invernaderos sostenidas por créditos de La Rural, en los ochenta, el núcleo era ya un verdadero pueblo con numerosos servicios. Casi, casi el centro neurálgico de otros parajes y barrios como Las Almenas, Los Grillos, El Viso, El Cerrillo o Balsa Seca.
Precisamente allí trabajaba la familia Pérez Vargas que, en su estación de servicio, comenzó a suplir los neumáticos sin banda de rodadura de las furgonetas Ebro, que los agricultores machacaban por esos polvorientos caminos. Los de las motillos, que atravesaban sin casco la carretera del Iryda con el escape libre, preferían comprar las piezas en el taller de repuestos “Nieto” y después montarlas en la sombrica de la esbelta torre de la iglesia. También era de Balsa Seca Juan Núñez Silvestre, que con su empresa de materiales de construcción y de canales, vivió de cerca el despegue de los invernaderos de San Isidro. José Martínez Ruiz se encargaba de la desinfección de esas tierras con el producto “Arapán”, aunque también vendía en su cortijo “El Paraíso” abonos e insecticidas.
En paralelo a aquellos endebles pero productivos invernaderos tipo parral, enarenados con camiones de las flotas de los “Hermanos Flores”, “García Alonso” o “Segura Fenoy” y que luego nivelaba Manolo Martín López, se asentaron otras industrias auxiliares de la agroalimentación. Francisco Montes Montes fundó en 1960 su fábrica de embutidos y rápidamente alcanzó prestigio por sus jamones serranos y por las delicias de las matanzas del cerdo tradicional. Ahora, a sus hijos, puedes comprarles la morcilla picante por “paypal” y te la mandan a tu casa, pero hace años la gente llegaba expresamente desde la capital a por una buena tripa con la guita colorá.
Como todo enclave español que se precie, San Isidro gozaba, desde el principio, de bares. Y con buenas tapas. En 1983 ya estaba, en la esquina de la calle Toledo con la carretera, el “Bar Segura” cuya suculenta cocina entusiasmaba. Había quienes preferían un lomo a la plancha que condimentaba Julián Sánchez Requena en “La Barraca”, junto a la báscula de Batlles. Otros iban al Cerrillo para comerse un pinchito con especias del bar “La Peña” o a “La Estrella” para una tapica de choto al ajillo y si a uno se le “calentaba el pico” con tanta cosa buena estaba la media ración de cordero a la brasa. Muchos de esos bares servían la “Cerveza Cruzcampo” porque José Méndez Ortiz montó en Campohermoso un almacén de suministro y atendía con premura los pedidos. El pan ya era cosa de Manuel López Torres, que lo elaboraba con mimo y harinas de primera en El Cerrillo. Y para endulzar las tardes, en “Pastelería Lodi” vendían tartas de manzana, de chocolate y de merengue para los cumpleaños, con la figura del gatito rodeado de empalagosas guindas.
El San Isidro de hace cuatro décadas contaba con otros profesionales que ofrecían sus servicios a los nuevos residentes: Antonio Martín Moreno era el agente de zona de los seguros “Mutua Nacional del Automóvil”; “Fernando”, en la avenida de Los Pipaces, cortó el pelo a varias generaciones, María Requena en su peluquería de señoras arregló a muchas jóvenes para sus bodas y “Muebles González” dotó a medio San Isidro de pegajosos tresillos de skay, hornillas “Crolls”, máquinas de coser “Singer” o televisores a color “Grundi” para ver el Mundial 82 de Naranjito. La “Cerrajería Román” se especializó en la carpintería metálica y en puertas de aluminio, al igual que “Hermanos Morales”.
Los empresarios más innovadores comprendieron que en San Isidro había un nicho de negocio interesante e invirtieron allí. Cerezuela, con su autoescuela, compró en noviembre de 1979 un “Seat 127 Fura” y lo pintó con una raya lateral como la del “Ford Torino” de "Starsky y Hush" de la tele y se hinchó de enseñar a conducir a muchos hijos de los primitivos colonos. Sus alumnos, subidos ahora en potentes vehículos de importación, recuerdan que la AL-7477-E era la matrícula del coche con el que aprobaron el carnet en el examen del exigente “tío de la Pipa”.
Pocos años después de la fundación del pueblo ya había casi de todo: la “Mercería de Martín”, con sus lanas “Pingouin Esmeralda”, en la calle Los Olivos; la droguería de Juan Martínez Acacio en la calle Manzanares; el fotógrafo del cortijo de Las Almenas, que te entregaba una foto en color de carnet en tres minutos; la farmacia de Santiago Eisman Lasaga o la tienda de ropa de Torrecillas en la calle Níjar.
Muchos de estos comercios ya han desaparecido o se han transformado, aunque otros siguen prestando sus servicios a una población heterogénea y multicultural. Y las familias de las hijas de aquellos residentes, que en su día fueron reinas o damas de las fiestas como Mari Carmen Belmonte, en 1983, Paquita Martínez Gázquez y Ángeles Herrada en 1985 o Any Zamora Lopez, Caty Espinosa y Carmen Vivo en 1990, mantienen con San Isidro un estrecho vínculo emocional. Sin duda, aquellos años son ya inolvidables para los colonos que supieron obtener progreso y riqueza de un enclave tan áspero. Gran parte de la fama de que el almeriense es emprendedor se les debe a ellos. Así que, gracias eternas.
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