Mis recuerdos de Almería en la década de los cuarenta
Almería
Aunque queda un poco lejano en el tiempo, pero no en nuestra mente, esta década significó el paso de la infancia a la adolescencia y juventud, con todos los recuerdos que voy a intentar relatar, que fueron muchos y variados
Almería/Yo vivía con mi familia en la calle Restoy, en una casa de planta baja, de las denominadas puerta y ventana. Es un tipo de estilo arquitectónico desarrollado a finales del siglo XIX en la provincia de Almería y muy extendido en algunos barrios determinados de la capital. La casa sigue en pie y habitada por nuestra familia.
Habíamos salido de una guerra con todos los traumas que ella conlleva, sobre todo en las personas adultas. Los niños no alcanzábamos a valorar lo que había pasado durante ese periodo de nuestra historia. Nosotros sólo apreciábamos lo que nuestras mentes infantiles llegaban a entender en nuestro día a día: la falta de alimentos; los bollos de maíz “maizas”, que cuando pasaban unas horas se endurecían y no había forma de hincarles el diente; las cartillas de racionamiento del pan, aceite, azúcar…
Teníamos un comedor de Auxilio Social situado en una gran nave de la calle Restoy, donde íbamos a paliar el hambre que pasábamos. De los siete de mi familia, al único al que le dieron cartilla para poder ir fue a mí. Llevaba conmigo una pequeña lechera de metal que las señoras encargadas de repartir los alimentos al terminar de comer allí, me llenaban con más sopa; al llegar a casa, mi madre la recrecía con agua para sacar seis raciones y que pudiera comer caliente el resto de la familia.
Eran tiempos de mucha juguesca en la calle. Recuerdo los refugios de la guerra que estaban clausurados con maderas que los niños desclavábamos de la puerta para penetrar en su interior. Una de las entradas estaba situada junto al Molino de La Sal, en la calle Restoy, al lado de la entrada a la plaza de toros por la puerta de sombra. Cogíamos un tacón de goma que ensartábamos en un alambre y que una vez prendido hacía las veces de antorcha con la que nos adentrábamos en los refugios y recorríamos sus pasadizos. Allí íbamos todos formando un grupo en pelotera para no perdernos, con más miedo que vergüenza, sobre todo los más pequeños, pero ¡éramos atrevidos!
Cuando salíamos del colegio, teníamos un campo sin cultivar, el Huerto Pencas, situado frente a una fábrica de alfarería, llamado el oficio Cucarro, la cual tenía una chimenea enorme, era tan alta que se divisaba casi desde cualquier punto de Almería. Tenía su límite al norte por el ángulo de la Rambla y la calle Conde Villamonte, en la que se encontraba el transformador de energía eléctrica; al sur por el cortijo de Los Jibajas y un lateral de la Plaza de Toros; al oeste por final de la misma calle Conde Villamonte y al este con el muro de la Rambla Belén. Este campo era utilizado para jugar al fútbol y cualquier otro entretenimiento que necesitara espacio, pues allí no faltaba anchura. Por ello era considerado de nuestra propiedad, y en numerosas ocasiones hubo que defenderlo de los chicos de otros barrios que lo querían invadir, normalmente por el este, por el muro de la Rambla. Invasores que eran repelidos en peleas con piedras. Convirtiéndose ésta, en otras de las batallitas que después, con sudor y costras resecas de sangre, nos contábamos días después, convirtiéndonos en luchadores de hazañas míticas. Con el tiempo, aquellos niños, luego jóvenes, hemos compartido con nuestros adversarios pupitres y amistades que han resistido por muchos años.
El lugar de reunión de la “pandilla”, que procedía de las calles Conde Villamonte, Roda y Restoy, era el tranco de la puerta del Molino de la Sal que cuando cerraba sus puertas, se convertía en asiento para nuestras posaderas, y allí se deliberaban cuáles serían las próximas diversiones de los días venideros: desde las excursiones a la Molineta a bañarnos en las balsas del “Navas” o del “Capitán” en verano, o ir a por chumbos al Cortijo Tesoro, donde había que pagar una peseta por cubo extraído, y sumar el impuesto de los pinchazos de las púas de los chumbos o de alguna de las avispas que gustaban morar por las pencas.
La recogida de moras en el cortijo de D. Agustín Baeza por parte de la pandilla, en el enorme moral que allí había, era otra de nuestras actividades lúdicas. Moral que daba unos enormes y dulces frutos. Eso sí, había que dejar siempre un vigilante, por si aparecía el guarda de la finca, puesto que esta actividad la hacíamos de forma clandestina, pues con pena veíamos cómo, si no cogíamos esas moras, estas se desperdiciaban desparramadas por el suelo.
De esta década, recuerdo el cine de verano en la Terraza Imperial, donde después de un caluroso día de verano, daba gusto estar, era un fresco y agradable paraíso. El frescor del riego, las plantas y flores… ¡una delicia! El perfume que exhalaban los galanes de noche, los jazmines y otras plantas nos envolvían con su fragancia. ¡Qué noches las de aquellos días! A veces era más grata en sí, la estancia allí, que la película proyectada.
Pero no todo era juego y diversión, también había que estudiar. De allí viene el recuerdo de mi primer colegio, se llamaba “Santo Tomás”. El maestro era D. José Maldonado Martín, y creo recordar que era natural de Dalías. ¡Qué gran maestro y buena persona! Y digo buena, porque tengo de él buen recuerdo, pese a ser de los que, algo usual en la época, nos daba en la palma de la mano con la regla cuando nos portábamos mal.
Pensando en personajes inolvidables, me acuerdo del “Tío Ramblica”, un pastor jubilado que vivía en una casa situada en la subida a la Molineta. Por las tardes aparecía por la calle Villamonte abajo, con su cigarro liado a mano colgado del labio, saliendo del bolsillo de su chaleco los librillos de papel y el tabaco “cuarterón”, mientras iba trenzando esparto, haciendo sogas, a la vez que en su sobaco izquierdo llevaba apalancado un buen manojo de esparto del que iba sacando su materia prima. Se sentaba en el bar de “Zubieta”, bar este que hacía chaflán entre las calles Santa Matilde y Majadores (hoy Dr. Paco Pérez, gran médico) y allí pasaba la tarde tomando un vasito de vino, mientras trenzaba y parlamentaba con el dueño del bar hasta la llegada de la noche, momento en el que se recogía a su casa.
Por la calle Villamonte subían y bajaban los carros con el rancho para los soldados del Regimiento de infantería Nápoles nº 24 que hacían guardia custodiando el polvorín militar que estaba situado en las grutas de la montaña de la Molineta, en la parte alta de la Rambla, por encima de la actual “Repsol”. En estas grutas se han grabado varias películas, ahora me viene a la cabeza la de “Conan el Bárbaro”, entre otras. Volviendo a los soldados, cuando al atardecer regresábamos de nuestras andanzas por la montaña, se oía la voz lejana del jefe de la guardia, que gritaba: ¡Centinela alerta!, y le iban contestando numerándose, ¡alerta está el uno!, ¡alerta está el dos!, y así sucesivamente hasta llegar al último; rasgando el silencio de la noche y de nuestras cabezas que presentían un regaño venidero, por llegar, como casi siempre, tarde a la retreta establecida por nuestras madres.
El domingo de Resurrección íbamos al Huerto Pencas y recogíamos todos los objetos metálicos que la gente tiraba allí: orinales, sartenes, ollas viejas, latas, botes y otras cacharrerías, que luego ensartábamos con alambre o cuerda y los arrastrábamos por todas las calles del barrio para hacer mucho ruido. Era nuestra manifestación de alegría por el Resucitado, y no dejaba de ser una buena ocasión de hacer algo divertido, pero visto con malos ojos por la gente del barrio si hubiera sido en otro momento del año.
En Navidad, íbamos a comprar figuritas para el Belén al Hoyo de los Coheteros; allí un artista hacía las figuritas en plan basto, no muy elaboradas, pero, ¡era lo que nos podíamos permitir!
Luego recuerdo, el Hoyo de las tres Marías, donde habitaba una mujer a la que llamaban la “Barbarica”, bailaba y cantaba: Que vengo de la churripampa… churripampa… de la churriberaaa... Y la gente le daba unas monedas.
Nuestra golosina estrella, antes de que llegara el chicle americano “Bubleaton” -con el que hacíamos cientos de pompas que explotábamos entre risas-, era el palodux de palo de madera, que estaba muy dulce y, cuando podíamos, regaliz negro.
En verano aparecía el carrito de los helados con su vendedor, ataviado con gorrito y delantal blanco. Llevaba limón granizado que servía en un vasito de cristal con su pajita para sorber. El carrito se componía de otros dos recipientes circulares de helados de varios sabores, que el vendedor proclamaba a viva voz: ¡Fresa, limón y menta! Y los niños le terminábamos el coro con la rima: ¡El que lo prueba revienta!
Tenía el carro un cartel sobre el recipiente del limón granizado, que decía: Tómalo Juanico que está muy rico.
Cuando servía los helados, lo hacía con una paleta metálica y lo depositaba en un molde metálico graduable con forma rectangular, donde previamente había colocado una galleta; entonces se cogía con la paleta el helado y se introducía haciendo presión para rellenar bien el molde, después se colocaba otra galleta encima y se activaba el mecanismo para extraer ya el helado emparedado y listo para consumir por el cliente, se le denominaba chambi (Sándwich).
En estos años, ya rozando la juventud, nuestras actividades y amistades se multiplicaban y crecían por varios motivos. Empezábamos a estudiar en el Instituto nacional de enseñanzas medias de Almería e íbamos a la biblioteca Francisco Villaespesa, que estaba situada en el Paseo, junto a una heladería “La Granja Balear”. (Siempre hay un recuerdo de dulces y helados que nos acompañan de aquella época de la posguerra, que habíamos pasado con tanta hambre y falta de golosinas y dulces).
En la biblioteca descubrimos la literatura en general, pero también las llamadas revistas ilustradas (La Esfera, Blanco y Negro…), que venían acompañadas de fotos decimonónicas. Estas revistas y estas fotos nos hicieron mayores. Sin dudarlo me hice socio de la biblioteca, ya que me permitía llevarme los libros de todo tipo a casa, donde los devoraba; ahí descubrí a variados autores nacionales y extranjeros, con los que viví todo tipo de aventuras a través de sus escritos.
Como venía diciendo, se amplió el abanico de amistades, porque se introdujo el deporte de forma oficial en nuestras vidas, ya que fuimos fundadores en el barrio de dos equipos de fútbol. Primero, el Atlético Baleares, cuyo capitán fue Manolo Ortiz, en el año 1949; más tarde fundamos el Rápido C.F., cuyo capitán fue mi entrañable y querido amigo Pedro Gómiz. Yo, además de jugador, era el administrador del club, tarea complicada, ya que con la escasa asignación semanal y lo que sacábamos de algún que otro trabajo, debíamos de comprar camisetas, balones, y todo el utillaje que en esos momentos nos podíamos permitir, que era más bien poco.
Además, jugué en otros equipos, como el Cádiz C.F., el Juventud de la O.A.R. y el Cultural C.F. Jugábamos en el campillo de los Arcos –bancales yermos, al lado de puente del ferrocarril del mineral de la C.A.M.-; el campo Naveros, o de San Miguel; el campillo Regocijos, o del alambre; el Canario, al lado del hogar Alejandro Salazar; el Motoaznar y, por último, en el estadio de la Falange (hoy de la Juventud-Emilio Campra).
Los domingos por la tarde íbamos al “Paseo”, donde saludábamos a las amigas y amigos. Allí empezaron nuestros primeros escarceos amorosos, o más bien nuestros primeros intentos de ligoteo con las chicas. La cosa estaba complicada, pues se ponían en una fila de cuatro o cinco enganchadas del brazo, de forma que, para poder ponerse junto a ellas, sólo podías hacerlo en cada uno de los dos extremos de la fila. Allí se colocaban los chicos más ágiles y de verbo fácil, que solían ser los más atrevidos, “los ligones”; el resto íbamos detrás intentando de vez en cuando meter baza en la conversación, buscando el momento de poder coger uno de los sitios de privilegio. Todo el grupo, en su conjunto, no paraba de comer pipas, entre risas, escarceos y amagos de besos o más bien de un pequeño roce de manos, mientras recorríamos el Paseo arriba y abajo; convirtiéndose éste en nuestro salón social, al aire libre, ya que también era el lugar de presentaciones y saludos.
Llegada cierta hora, los distintos grupos nos dirigíamos en comitiva al cine Hesperia o al teatro Cervantes a ver la película del día. Antes de entrar, pasábamos por los carritos ambulantes a comprar garbanzos tostados, chufas, almendras tostadas, y más pipas. A veces, yo personalmente, veía la película sin enterarme de nada, ya que me la pasaba pensando en el examen del lunes, repasando mentalmente los temas que iban a caer.
De nuevo llegaban nuevos veranos, y los amigos íbamos a las playas del Balneario Diana, la de San Miguel y al Club Náutico. Dejábamos el calzado dentro de un paquete con la ropa, atado con la correa del cinturón. Todo ello en unas casetas que cuidaba y vigilaba una señora por el módico precio de un real. Había varias de estas casetas, que estaban construidas con maderas y ramas de palmera. El nombre de estas construcciones era “Villa Cajones”, que lo dice todo.
En el cargadero de mineral de la C.A.M. (Cable Francés) había dos boyas para sujetar las maromas de los barcos, una la altura de la punta del cable y otra a la mitad. Cuando no había barcos cargando mineral nos íbamos nadando hasta la primera boya, nos subíamos a descansar y a continuación seguíamos hasta la segunda, después, siguiendo la misma pauta, volvíamos a la orilla. En una ocasión, mi primo Lepoldo Agis Ruiz se fue nadando más lejos de la segunda boya, cerca de la punta del Faro de Almería, creando gran admiración entre los amigos. También paseábamos mucho por la orilla de la playa, y, de vez en cuando, nos dábamos un chapuzón para refrescarnos.
Las noches de verano las familias de vecinos se sentaban en las puertas de sus casas con sillas y sillones a tomar el fresco que no había en el interior y a conversar hasta muy tarde. El suelo de la calle era de tierra y se regaba previamente para refrescarlo y que no se levantara polvareda cuando, de tarde en tarde, pasaba por allí algún coche de caballos. Una estampida se producía cuando pasaba el carro del “chocolate” (el pocero), que venía de limpiar alguno de los numerosos pozos negros que existían antes de que se introdujera en la ciudad el alcantarillado, que llegó a nuestro barrio unos años después.
¿Y los bailes? Yo no me perdía ninguno, lo mismo con la música de cuerda, guitarra, laúd o bandurria, que los discos en aparatos de pic-up. Yo era un bailón empedernido, no paraba en todo el baile, del primer al último disco, no fallaba con ninguno, era incansable, con 18 años, ¿me iba a cansar?
Estos son mis recuerdos, la mayoría muy gratos. Pienso en mis amigos y en que ellos también, cuando hagan memoria, recordarán estas vivencias con el mismo agrado de esa década inolvidable que fue el fin de nuestra infancia y juventud, y supuso el paso a la mayoría de edad.
Recordando a los amigos:
- De la pandilla en Almería: Pedro Gómiz González; los hermanos “Mena”, Juanitillo, Gerardo y Javier; Patricio López; Antonio Escobar; Juan Martín Hidalgo; Pepe Cano Ojeda; Vicente Padilla; los hermanos Rebolloso; los hermanos Enrique y Ramón Valles; Guillermo Plaza; los hermanos Pepe y Manolo Toresano; Pepe Valverde; Paco Rodríguez; Miguel (Gerundino) Fernández; Pepín Segura; Ginés Alcaraz Garrido; Paco Cárdenas; Juan Hernández; Octavio Díaz Gálvez; Juan Fluja; Pepe Felices Cabrerizo; Paco Fernández (Electrodomésticos Restoy); Pepe Plaza (El Carbonero); Ángel Sánchez; Paquito Cárdenas (Platero); Ramón Gómez Vivancos; Pepe Cabezas; los hermanos Diego y Gabriel Callejón; Alfredo; Velilla; los hermanos Pedro y Antonio Navarro; Manuel López Ruiz; los hermanos Jibaja y Celestino.
- De Cuevas de Almanzora: Jesús Caicedo Gómez; Basilisa; Ballestrín (Fotógrafo)…
Hay muchos más compañeros y amigos que no cito en este escrito, porque si lo hiciera no tendría bastante papel para nombrarlos a todos. He relacionado a muchos amigos que eran de la pandilla, aunque hay otros que no lo eran. Pero el caso es que todos fueron personas entrañables y muy especiales para mí, para recordarlos ahora y siempre, porque por siempre ocuparán un lugar en mi corazón.
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