La revolución del polo sin palo: cuando el Calippo llegó a Almería
Pequeñas historias almerienses
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El polo de helado siempre ha entusiasmado a los chiquillos. Pero tenía mala reputación entre sus padres y abuelos porque decían que era solo de hielo y no aportaba nutrientes al organismo. “¡Cómo iba ser lo mismo que un corte de vainilla, un cucurucho de “Frigolín”, un cono o un bombón almendrado!”
Comprar un polo de hielo, además de refrescarte, tenía su ritual. Permitía juntarte con tu pandilla de la calle e ir en manada al kiosco; rebuscar en los bolsillos unas cuantas monedas y elegir el de limón, naranja o cola. Con él en la mano, y sentados en un tranco o en la acera, comenzaba el proceso de su ingesta. Primero, con lametones que adherían la lengua al hielo dando la sensación de que jamás podrías despegarla de ahí. Luego, con pequeños mordiscos que se derretían en la boca y atravesaban alguna muela picada. No importaba. Era un placer. Un gustazo.
El polo de hielo era un producto muy apreciado entre los chavales de los setenta y ochenta. En 1976 se vendía el “Minimilk”, por 7 pesetas; el “Pop-Eye” por un duro; el “Cola-Loca”; el “Capitán Cola” con forma puntiaguda o el “Trío”, que era de franjas de colores naranja, amarillo y verde.
Mención aparte merece el “Drácula”, un polo de sabor a cola, fresa y vainilla y que, además, te pintaba la lengua de rojo. En 1977 costaba 12 pesetas y 20 en 1983. Y, cómo no, el “Frigo Dedo” y el “Frigo Pie”. Nacieron y evolucionaron de lo divertido que podía ser mordisquear un dedo o un pie de helado. La forma tradicional del polo quedaba ya desfasada con estos productos y su elaboración era posible gracias a unos moldes tridimensionales importados desde Italia.
Y en 1984 llegó la gran revolución: el “Calippo” de “Frigo”. Un polo sin palo. Parecía una contradicción. Un chiste. Aunque suene a mentira, se inventó para competir con las latas de bebidas carbónicas. Querían evitar que el consumidor se saciara con ellas y no comprara luego un helado. Por eso arriesgaron metiendo el gélido cilindro en un recipiente de cartón duro y ovalado que evocaba el diseño de las latas de refrescos. Sorprendió, pero fue un exitazo.
Los primeros que se distribuyeron en Almería tenían un defecto. Cuando lo abrías, un liquidillo con el sabor del polo resbalaba hasta empercudir las manos. No importaba, porque tratándose de un alimento, no había nada como chuparse los dedos. Y eso hacían los niños y adolescentes de mediados de los ochenta: compaginar los lametones al polo con los chupetones a la mano, del pulgar al meñique. La imperfección se solventó y los anuncios de la tele, a la hora de “El Equipo A” o “Barrio Sésamo”, explicaban con canciones cómo había que devorarlo, poco a poco apretando desde abajo y no destapándolo entero como si fuera la piel de un plátano. Esa tara industrial generó una nueva forma de comer polos: dejando que se derritiera y esperando a lengüetear el liquidillo fresquito que se deslizaba suavemente por el recipiente. Los muchachos expertos en el “Calippo”, confesaban que era “lo más bueno”.
El Calippo verde
El primer sabor del “Calippo” fue el de lima-limón y costaba 45 pesetas; era algo más caro que el resto de los polos, aunque más barato que el “Negrito” y la amplia gama de conos y bombones almendrados. Poco después subió de precio. Sería para darle cancha comercial al “Twister”, aquel polo de colores entrelazados, que nació en 1986 y valía 40 pesetas.
El éxito atronador del “Calippo” hizo reflexionar a la empresa y decidió aumentar la gama de sabores. En 1986 salió al mercado el de fresa, luego el de cola y más tarde el de naranja. Sin duda, el más popular era el de lima-limón, al que la chiquillería bautizó con tino como “el Calippo verde”.
Como es lógico, los niños almerienses de los ochenta y noventa se dejaron atraer por las gélidas delicias del polo sin palo. Aquello fue una revolución. El “Calippo” era el preferido si se acercaban a alguno de los kioscos de helados “Frigo” distribuidos por la ciudad. Si en el puesto ponía “Miko”, se llevaba la palma el “Pirulo”, más grande y con palo. En “Camy”, triunfaban el polo de naranja y el “Colajet”.
Precisamente en ese año 1984 del “Calippo” fue cuando el Ayuntamiento de Almería procedió a la reordenación de los kioscos de helados instalados en la vía pública. Se legisló con la pretendida, y no conseguida, idea de unificar tasas, diseños, horarios y normas. Puestos había muchos, quizás demasiados, pero cumplían la caritativa labor de refrescar a los niños peatones ante la total ausencia de fuentes públicas de agua potable. Y ahí siguieron, a decenas, pese al asfixiante –más que el calor veraniego- poder recaudatorio municipal.
Quien era teniente de alcalde de la capital, Laudelino Gil Andrés, les llamaba “pedestales de helados” y el 9 de marzo de 1984 firmó un decreto en el que exigía para su adjudicación innumerables trámites y datos sobre ubicación, tamaño, señales cercanas y limitaba la apertura hasta el 31 de octubre… Aun así, los “Calippo” se vendían en la Plaza del Niño Jesús, en el badén del Barrio Alto, en varios puntos de lo que llamaban -sin serlo- Paseo Marítimo, en la Avenida de Madrid, en las calles Santiago, Blas Infante, Paseo Versalles, Profesor Mulián o en los barrios de El Zapillo, El Alquián, Los Molinos, Regiones, Pescadería o Cabo de Gata. Frente al Palacio de Justicia, en Reina Regente, había un “pedestal” pequeñito en el que los polos se terminaban a diario. Lógico; estaban muy buenos y en 1984 uno de cada tres almerienses tenía menos de 20 años…
El “Calippo” también se podía adquirir en los bares, que disponían de grandes neveras con el surtido de helados y su precio impreso en carteles de cartón. También en las heladerías establecidas en bajos comerciales, pero casi siempre, allí, la oferta era de producto artesanal: “Adolfo”, de Adolfo Hernández Ángeles (1916-1995); “La Flor de Valencia” de Ismael Vidal Pérez (+2012); “Heladería Gallardo” en Costacabana; “Alaska”; “La India” en El Zapillo; la del edificio San Antonio de la calle Ruiz de Alda del barrio de San Luis; “El Pingüino” de Aguadulce; “Merquiades”, en la Avenida de la Estación; la de Los Girasoles de Retamar… y tantas otras.
El “boom” de ventas disminuía cada año desde el 15 de septiembre, fecha en la que ya había colegio y las madres impedían a sus hijos comprar polos porque “no era el tiempo”.
La existencia de puestos, kioscos o “pedestales” de helados era algo habitual en la capital desde 1955, cuando la marca “Ilsa Frigo” se instaló en varios puntos del Paseo, la calle Murcia y el casco antiguo. Las vendedoras eran chicas jóvenes vestidas con uniforme y cofia. Y los clientes, los padres y abuelos de los niños ochenteros que chupeteaban con fruición el “Calippo” verde. O el de fresa, que también estaba muy rico. Sobre todo, si se derretía.
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