Almería

Lo que nos traían de Melilla

  • El almeriense de los años 70 viajaba en barco a la ciudad norteafricana y volvía cargado de objetos de decoración, tabaco o transistores

Buque Antonio Lázaro atracado en el puerto de Almería en 1983

Buque Antonio Lázaro atracado en el puerto de Almería en 1983 / D.A.

Durante los años setenta, viajar a Melilla suponía regresar cargado de encargos. La ciudad norteafricana era para los almerienses como un gran bazar donde adquirir objetos más baratos, que aquí escaseaban o, directamente, no existían: transistores a pilas con funda de piel negra, grabadoras de voz “Sanyo”, quesos de bola de marcas raras, calculadoras solares, maletas plegables estampadas de florecillas, mantelerías de hilo bordadas a mano, despertadores con luz que marcaban la hora con números, juegos de seis tazas de café “Pontesa” con platicos de colorines, medias de seda “irrompibles”, mecheros de gasolina, jarrones de cristal opaco de boca ancha, cartones de tabaco rubio americano, botellas de wiski “Dewar´s”, teteras de porcelana con dibujos de japonesitas sonrientes en un jardín, relojes de pulsera “Casio” que se cargaban con el movimiento de la muñeca, monederos de cuero estampados que apestaban a macho cabrío, el horripilante perfume de pachuli que olía a terroso y alcanforado e, incluso, aquella figura de un gato que se colocaba sobre el televisor y cambiaba de tonalidad según el tiempo atmosférico. Melilla era el paraíso de las compras baratas y novedosas. Y quienes viajaban llegaban a las tiendas a tiro hecho, con las referencias exactas de los comercios más interesantes porque la vinculación entre las dos ciudades siempre ha sido muy estrecha.

Es más, a finales de los 70 era habitual que se repartieran octavillas publicitarias en las calles del centro donde se promocionaban los comercios de Melilla: “Bazar Geisha”, “Foto Luque”, “JR. Lalchandani”, “Foto Imperio”, “Bazar Tokio”, “Casa Vicente Martínez”, “Pagoda y Palacio Oriental”, “Daniel Riolobos”, “Regalos Olimpic”, “Arres Boutique”…

En el viaje de vuelta, el almeriense desembarcaba en el Puerto atestado de maletas llenas de aquellos objetos. La mayoría, al final, resultaban inútiles o se les daba poco uso. Pero molaba mucho que tu pariente o amigo te trajera algo de Melilla. Era imprescindible que el pasajero pasara la aduana porque allí no había impuestos y aquí sí. Aquella interminable fila de viajeros en la estación marítima abriendo las maletas ante el guardia civil de turno suponía como mostrar tus vergüenzas. Por muy benemérito que fuese el agente, aquello se asemejaba a desnudarte delante de un extraño. Cuando te daban vía libre, respirabas profundamente mientras salías atropelladamente hacia la Fuente de los Peces con los bultos llenos de regalos y encargos.

Octavilla de haga sus compras en Melilla Octavilla de haga sus compras en Melilla

Octavilla de haga sus compras en Melilla

El “Antonio Lázaro” y el “Vicente Puchol”

Las travesías a Melilla se efectuaban por las noches. Durante la madrugada, los buques navegaban por el Mar de Alborán a no más de 17 nudos, velocidad máxima de los navíos. El “Antonio Lázaro” y el “Vicente Puchol” pertenecían a la compañía Trasmediterránea y efectuaban esa conexión. Lo mismo embarcabas en uno que en otro porque, también, cubrían la ruta desde Málaga. El 12 de febrero de 1969 el “Puchol” efectuó el viaje inaugural Almería-Melilla comandado por el capitán Juan Carlos Balanya Martín. Previamente, el subsecretario de Marina Mercante, almirante Leopoldo Boado Endeiza (1907-2006), y el director general de Navegación, Amalio Graíño Fernández, ofrecieron a las autoridades provinciales una recepción a bordo. Las explanadas del Puerto se engalanaron con cientos de banderas y mucha gente acudió, curiosa, a contemplar la nueva nave. Concluido el copioso vino español todos los altos cargos se marcharon juntos hasta Melilla, donde fueron recibidos como héroes.

Dada la gran demanda de pasajes, la compañía amplió la ruta de una semanal a tres y, más tarde, a una diaria. Las complicadas gestiones administrativas para la ampliación de la conexión se efectuaron entre la Junta de Obras del Puerto, la administración y el concesionario, José Ronco Infantes (1916-1972).

La presencia de aquellos preciosos barcos blancos de unos 110 metros de eslora, con mástiles y chimeneas de color amarillo con una franja roja, formaba parte del paisaje habitual del Puerto. Eran los tiempos en los que no se había inventado eso del “Puerto-Ciudad”, pero los almerienses paseaban con tranquilidad por los muelles respirando la brisa marina. 

Los dos buques, que eran gemelos, disponían de amplias zonas comunes, butacas para los pasajes más económicos y camarotes de dos plazas para los viajeros más opulentos. El salón de la clase preferente tenía capacidad para más de cincuenta personas que podían ocupar a discreción los tresillos de escay, unos forrados de tela azul y otros de flores. La estancia disponía de una decena de lamparitas con tulipas amarillas y mesitas bajas rectangulares. En una esquina existía un televisor en blanco y negro y las paredes estaban decoradas con cuadros de eventos marinos. Era setentero total, incluso en las tonalidades de las cortinas de las ventanas.

El salón estaba anexo a la cafetería, donde un camarero con chaqué y pajarita servía copas, refrescos y cafés detrás de una barra de madera con iluminación indirecta. Las mesitas redondas con sillas marrones casi siempre estaban ocupadas ya que aquel lugar era agradable y alejado de la multitud de otras dependencias. Además, tenía aire acondicionado.

La clase turista de “El Melillero” disponía de lugares diferentes de esparcimiento para matar el tiempo de la travesía. El bar, más pequeño, tenía una enorme caja registradora que ocupaba un buen trozo de la barra y la decoración se limitaba a un enorme cuadro con las costas del Mar Mediterráneo. Los camarotes turísticos eran modestos, con dos literas, un espejito y un lavabo minúsculo montado sobre un mueble de aglomerado. Pero, claro, más cómodos que los salones de asientos, donde los pasajeros dormitaban apiñados en unas butacas marrones instaladas en fila.

La capacidad de cada embarcación ascendía a 500 personas, de los que solo 100 podían dormir en las camas de la clase proferente; admitía en sus bodegas 50 coches y 3 autocares o camiones, aunque carecía de rampa de acceso a popa. Por ello, el embarque se realizaba gracias a unas puertas laterales. La tripulación estaba compuesta por 64 empleados, entre personal de cubierta, máquinas y hospedería. También formaban parte de ella dos inspectores de Policía. Los trabajadores tenían un día libre cada dos semanas y por los festivos no cobraban suplemento alguno, recuperados luego en vacaciones.

El “Antonio Lázaro” y el “Vicente Puchol” estuvieron cubriendo el servicio durante quince años, hasta los ochenta, y han quedado grabados de forma grata en la memoria de innumerables almerienses. Ahora resulta innecesario desplazarte a la bella ciudad norteafricana para traer tabletas de chocolate, cacao cien por cien. La “globalización” se ha cargado aquellas excursiones “comerciales”. Y ese morbo insano del viajero cuando escondía los transistores a pilas en los bolsillos de los batines para que no los pillaran los de la aduana.

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