Cuenta y razón

¡Que viva la Pepa! Berja y la primera Constitución

¡Que viva la Pepa! Berja y la primera Constitución

¡Que viva la Pepa! Berja y la primera Constitución

Celebrando la marcha del francés se hallaba Berja cuando en 16 de octubre de 1812 llega el alcalde mayor y juez de primera instancia del partido y con él la proclamación de la primera Constitución, la Pepa por el día de este año de su nacimiento en Cádiz. 

En la mañana del 21 medio pueblo ve aparecer al juez por la puerta de su casa, bajo un cartelón que interroga y responde, teta y sopa: “¿Quién es este, que viene cual aurora /anunciando placeres y alegrías? /Don Juan Manuel Lubet, a quien el cielo /envía a hacer feliz a nuestro suelo”. 

¡La Virgen de Gádor! ¿Y quién será este auroro? se preguntaba Berja como ahora nos preguntamos todos. Juan Manuel Lubet y Rosell había nacido en Cádiz en 1769; estudió en Sevilla donde fue admitido de abogado en 1795. Su alcaldía mayor del Puerto de Santa María le llevó en 1809 a ser enjuiciado por la audiencia sevillana, a raíz de lo cual trató de marchar a La Habana. Su ejercicio de liberal vehemente le granjeó la enemistad del adversario hasta el punto de ser acusado de ebrio, homicida y mal poeta sin prueba de nada, salvo de lo último. Controlador de hospitales militares en la guerra, retorna ahora en la paz a la judicatura. 

Constitucion 1812 y firma Constitucion 1812 y firma

Constitucion 1812 y firma

Este es el juez al que dejamos a la puerta de su casa, de gala, en una mano su vara y en la otra su ejemplar de la Constitución; preside ahora el cortejo y entre vivas a las cortes y al rey entra en la plaza, no sin antes haberse detenido bajo el cartel que se repite en cada uno de los seis arcos triunfales que la cierran: "Detente pasajero, aguarda un tanto /y antes de atravesar estos umbrales, /echa fuera de ti todo quebranto" 

Queda instalada la comitiva en la tribuna, bajo los arcos del ayuntamiento y la presidencia de Fernando VII pintado en lienzo al que escoltan dos soldados del regimiento de Irlanda metidos a alabarderos. Hecho el silencio, disipado el humo de la fusilería de los Escopeteros del Reino, da el juez lectura al texto constitucional, seguida por un público atento a unas palabras raras pero biensonantes, una lectura seguida del bautizo del recinto como Plaza de la Constitución. 

Es fácil imaginar la noche, obligada a ser día por el mucho vino gratis y por una iluminación que solo en la plaza concentra más de cuatro mil puntos de luz, brilladores de los malos versos y las alegorías del juez, sobre todo la del enorme globo central: clarísima “prepotencia de la España y la Inglaterra sobre la Francia”. La, la, la... 

La fuente, disfrazada de arcos de ramas con farolillos, sólo deja ver los chorros de sus dieciséis caños, mientras proclama ser la "imagen de Fernando, que es la fuente; /de nuestro bienestar superviviente”, poniéndose en comparación con su copia fallera de cartón y yeso, que desde el otro extremo de la plaza se explica: “Esta que parece fuente, /o que ser fuente aparenta, /la imagen nos representa /del gobierno antecedente." 

Transcurrió la noche con fuegos artificiales, coros, máscaras, música... y bailes, públicos, pues solo “las personas principales del pueblo, las más brillantes de uno y otro sexo”, tuvieron el privilegio de asistir al del juez. A la mañana siguiente, tras el Te Deum, sale Lubet para liarla en Adra y Dalías y con eso cesan los actos de bienvenida de la primera Constitución, por la que felicita uno de los grandes carteles de la plaza: “Alégrate Berja /ensancha tu pecho, /respira, descansa,  /que ya es otro tiempo”.

Dos años tardó aquel gozo en caer al pozo, cuando un decreto de Fernando VII de 4 de mayo de 1814 da matarile a la Niña Bonita, Pepita Constitución que no llegó a Pepa sino en el deseo del  liberal. 

Aún se mantenía el juez en el cargo en 1815 en que aparece denunciando el impuesto al ganado en favor del teatro de Berja, mientras los pobres andan en la miseria mendigando por las calles. Ese año pasa de corregidor a Palma de Mallorca del que es echado al negarse -decía él- a delatar a los cómplices del general liberal Lacy, fusilado en el castillo de Bellver en 1817. 

Nada le solventa el retorno de los suyos y menos el del absolutismo en 1823 que le sorprende buscando destino. Y aunque es consciente de que se le ve el plumero, -como decían los absolutistas cuando el liberal dejaba ver sus ideas, es decir: las plumas del gorro de su uniforme- le supongo silenciando la definición que rimó en Berja en 1812: “Amar siempre a Dios, /ser obedientes al Rey, /Iguales, pues lo queréis; /Esto es la Constitución”. 

Tanto disgusto debió enmudecer al juez pues conociendo su afición a la pluma extraña la falta de rastro escrito después de 1824; es como si se lo hubiera tragado la tierra, la cárcel o el destierro... De cualquier forma un final inmerecido por discreto para un juez estrella y egocéntrico, deparador de lo que nunca hubiera deparado otro al uso. Si por un par de días lució Berja como escenario onírico fue gracias al ejercicio de marketing hecho por él a la mayor gloria de la Constitución... y suya. Fue su forma de gritar en la plaza virgitana ¡Viva la Pepa!

 

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