Extraña forma de vida | Crítica

La promesa de un western

Ethan Hawke y Pedro Pascal en una imagen del corto de Almodóvar.

Ethan Hawke y Pedro Pascal en una imagen del corto de Almodóvar.

A estas alturas ya sabrán que Extraña forma de vida es el segundo corto de Almodóvar rodado en inglés tras La voz humana, también que recupera trazas de aquel proyecto truncado de dirigir Brokeback Mountain, que está protagonizado por dos de las estrellas del momento, Ethan Hawke y Pedro Pascal, que lo produce y viste la casa Saint Laurent en su nueva política de acercamiento al cine de autor o que su hermoso título procede de un fado de Amália Rodrigues que ahora escuchamos en la voz de Caetano Veloso, una canción que nos introduce en el universo y la iconografía del western clásico de Hollywood recreado en los contornos del desierto de Tabernas.

También habrán leído que el filme cuenta la historia de amor reavivada entre dos hombres maduros, viejos amantes de juventud que se reencuentran 25 años después a uno y otro lado de la ley, Hawke como sheriff de un pequeño poblado llamado Bitter Creek, Pascal como padre de un sospechoso de asesinato, para rememorar el pasado desde la palabra y celebrar de nuevo su pasión en una pudorosa intimidad de lo prohibido.

Con todo ello, Extraña forma de vida no termina de cuajar la densidad emocional que preludia y demanda su historia, el poso del tiempo y el recuerdo sobre su presente (óigase el eco de Johnny Guitar) o la propia atracción irrefrenable (de los cuerpos) que se quiere catalizadora de su relato tras el primer cruce de miradas. Fuera de su hábitat natural aunque intentando dejar su impronta, el Almodóvar fino escritor no encuentra en sus imágenes ese arrebato que desestabiliza e impulsa a sus dos protagonistas hacia un duelo constante entre la memoria y las circunstancias del presente, entre el dejarse llevar del reaparecido y el control de la situación que impone el guardián de la ley y el orden.

La fotografía de Alcaine busca en la profundidad de campo esa materia dramática tan nítida como irreconciliable y la música de Iglesias evocar el género en sus raíces, pero no es suficiente, como tampoco lo es el que sin duda es el mejor tramo del filme, ese donde sendos flash-backs cristalizan el gran dominio de la narración y la temporalidad del cineasta manchego en las imágenes de una bacanal mexicana o el recuerdo del inmediato encuentro sexual que agujerean y proyectan el pensamiento de ambos personajes a la caída de la noche.

Antes una promesa de western que uno verdaderamente compacto y desarrollado, Extraña forma de vida coquetea con las formas, asuntos y modos del género intentando aplicar sobre ellos una deriva queer y un halo melancólico que se antojan aquí faltos de intensidad, algo superficiales e impostados, carentes de ese verdadero fuego incontrolable que haga de los personajes unos arquetipos actualizados más sólidos, hondos o heridos en el sendero crepuscular que conduce a ese rancho edénico donde conjugar la improbable balada de la convivencia entre dos hombres.