La mujer de Tchaikovsky | Crítica

Nupcias fúnebres, oscura sinfonía

Alyona Mikhailova es la mujer de Tchaikovsky en este filme de Serebrennikov.

Alyona Mikhailova es la mujer de Tchaikovsky en este filme de Serebrennikov.

Del compositor ruso Pyotr Tchaikovsky (1840-1893) ya se había ocupado el cine siempre excesivo de Ken Russell (La pasión de vivir, 1971) o la propia cinematografía soviética (Tchaikovsky, de Igor Talankin, 1969), en biopics más o menos ortodoxos centrados en el genio musical, su condición homosexual y las circunstancias socio-políticas y culturales de una nación en el crepúsculo de su esplendor europeo y en tránsito hacia cambios drásticos.

Kirill Serebrennikov, uno de los últimos autores exportables de la cinematografía rusa, ahora exiliado y habitual de festivales de primera línea (El estudiante, Leto, La fiebre de Petrov), lo hace ahora acercándose a la que fuera su esposa Antonina Miliukova, devota enamorada, cónyuge fugaz y sufriente de la personalidad del compositor y enferma mental que sobrevivió a la separación (apenas un mes después de la boda) y la muerte del popular autor de Eugenio Oneguin y El lago de los cisnes para acabar sus días en un psiquiátrico de San Petersburgo en los albores de la Revolución de 1917.

Decantado el interés en su periplo de paulatina enajenación desde el primer encuentro hasta el día del entierro del compositor con el que se abre el filme, Serebrennikov ensombrece el tono, cierra puertas, hace resonar a las moscas que preludian el cólera letal y traza en sus ya habituales largos y elegantes planos secuencia el destino trágico y las proyecciones de una mujer incapaz de escapar de la atracción romántica enfermiza, el signo patriarcal de la época y los fantasmas de la neurosis paranoide. 

La mujer de Tchaikovsky invita así a un viaje sensorial hacia las simas de la obsesión, la pasión y la locura, trazando un paisaje decadente y fúnebre que desplaza el foco lejos de la creación, la música sublime y los oropeles que rodearon al gran compositor. Siempre junto ella, tensa, desencajada y en luto constante Alyona Mikhailova, la cámara delinea su descenso y densifica el tiempo narrativo para proponer variaciones sobre una misma y estática humillación y pérdida de control. Nos sobra, eso sí, esa secuencia postrera donde lo coreográfico se hace explícito y el pasado se anuda al compás de un último ballet de muerte.