Mi crimen | Crítica

Un vodevil empoderado

Rebecca Marder y Nadia Tereszkiewicz en una imagen del filme de Ozon.

Rebecca Marder y Nadia Tereszkiewicz en una imagen del filme de Ozon.

A ritmo de película (o dos) por año, François Ozon es hoy por hoy uno de los contados cineastas europeos capaces de llenar las salas con un cierto pedigrí de prestigio autoral, revisionismo neoclásico y también, cuando se lo propone, una cierta dosis de crítica e incorrección a prueba de ese mismo público de mediana edad que paga por la entrada.

Mi crimen nos trae su vertiente más ligera y glamourosa, una adaptación de una vieja pieza teatral de Beer y Verneuil ya previamente adaptada por el Hollywood clásico cuyo enredo screwball cambia ahora de género y perspectiva para ponerse al servicio de los tiempos y sus reivindicaciones feministas aunque con la distancia justa que ofrece el juego de la representación como gran escenario para la ironía y el divertimento autoconsciente.

En su meollo argumental, dos jóvenes amigas en el límite de la quiebra en el París modernista y sofisticado de los años 30 se dejan llevar por los acontecimientos, el crimen de un empresario teatral del que es acusada y juzgada una de ellas, para ascender en una sociedad cargada de prejuicios y doble moral que mira a las mujeres de reojo tanto como se alimenta del morbo de su atractivo y sus escándalos.

Lanzada a un ritmo vertiginoso por la palabra y la réplica siempre afinadas, encabalgada entre elegantes escenarios retro y una estupenda banda sonora de Rombi, y sostenida en el histrión preciso por un puñado de actrices jóvenes (Tereszkiewicz, Marder) y veteranos estelares o episódicos (Luchini, Huppert, Boon, Dussollier), Mi crimen destila sus esencias con ánimo festivo, sin sobrecargas en su lectura política del presente y fiel a la mecánica de precisión que pone en marcha.