Rojo | Crítica

Los cómplices necesarios

Ganador de tres premios en el pasado Festival de San Sebastián, el tercer largometraje de Benjamín Naishtat (Historia del miedo, El movimiento) arranca con los mejores primeros veinte minutos que recordamos del cine reciente, veinte minutos cargados de tensión, incomodidad e incertidumbre que preludian una incursión sombría en ese periodo de la dictadura militar argentina (un cartel nos avisa de que estamos en algún lugar de la provincia en 1975, justo unos meses antes del golpe) que tantas veces ha nutrido y sigue nutriendo el cine de aquel país.

Primero un plano fijo sobre una casa en un barrio residencial de la que salen y entran personas con distintos objetos, luego una escena en un restaurante en la que el personaje que interpreta Darío Grandinetti, un abogado local, es acosado por un desconocido que luego lo perseguirá y amenazará después de una agria y violenta trifulca dialéctica.

Nada más revelaremos de esta introducción que adelanta ya el gran tema de un filme que trasciende su precisa recreación de la época con una puesta en escena seca, extrañadora y distanciada que, música, humor negro y gestos de estilo vintage (zooms, desenfoques diferenciales, cámaras lentas…) mediante, enturbia cada secuencia para hacer de Rojo una película preñada de ambigüedad y claves metafóricas bajo la superficie de cada plano, detrás de cada conversación, en cada gesto y cada mirada.

Y de lo que trata esta película es precisamente de la complicidad necesaria y cobarde de las clases medias acomodadas con el inminente régimen militar (ya saben, los desaparecidos que regresan una y otra vez, las casas abandonadas a la fuerza y usurpadas por los leales), de cómo se crea el caldo de cultivo y se construye paso a paso una atmósfera de corrupción (explícita y moral) que contamina las relaciones y aniquila las conciencias (materializada aquí en el personaje del policía que interpreta el extraordinario actor chileno Alfredo Castro) hasta alcanzar un clima de convencimiento y omertá, la temperatura ideal para que incube el huevo de la serpiente.