Kirk Douglas, en su residencia de Beverly Hills en California.

Kirk Douglas, en su residencia de Beverly Hills en California. / Anni Wells

Un móvil más o menos moderno transmite a primera hora de esta mañana una noticia. Ahora lo llaman alerta. Ha muerto un hombre que había nacido antes de que acabara la Primera Guerra Mundial -que él reviviría años más tarde como el coronel Dax en una suerte de retorno al pasado-, cuando hablar por teléfono debía ser toda una aventura. Han pasado 103 años. Se llamaba Kirk Douglas. Era actor. Hacía películas. Hizo muchas, más de ochenta, pero con sólo cuatro de las que protagonizó basta para considerarlo como uno de los grandes. Enorme. Hay ocasiones en las que la hipérbole es un acto de justicia. Ésta es una de ellas. Si alguien tiene todavía alguna duda acerca de la imponente trayectoria de Douglas no tiene más que buscar en internet -lo tiene muy fácil- la lista de directores con los que trabajó. Repase los apellidos y verá. ¿No le suenan? No tiene usted ni puta idea: siga viendo teleseries. Y por lo demás, si es también usted uno de esos que se lo pasa bomba con lo de los premios, que si los Oscar, los Goya, los Bafta, los Globos, el Oso, la Palma, la Concha y demás farfolla, sepa que este señor nunca recibió el que entrega Hollywood, que con el tiempo quiso enmendarlo con la concesión del honorífico. Quizá los señores de la Academia pensaron que Douglas ya estaba en 1996 para el arrastre. Pero ha durado casi un cuarto de siglo más. Da igual lo del Óscar. Tampoco se lo dieron a Robert Mitchum. ¿Qué está esperando para verlos a los dos juntos en Retorno al pasado, de Jacques Tourneur?

Sí, dirigido por esos maestros cineastas, Douglas interpretó como muy pocos al hombre, al hombre total, ofreciéndonos lo mejor y lo peor de la condición humana, y lo vimos como un canalla y un idealista y un héroe y un villano y un cínico y un leal.

A saber. ¿Enseñan hoy El Gran Carnaval en las escuelas o facultades de Periodismo? Deberían. Y es de temer que no. Lo peor que le puede pasar a esta profesión es que la invadan muchos Charles Tatum. Billy Wilder, que supo de redacciones y linotipias, nos zumbó a todos con la historia de un periodista sin escrúpulos capaz de la bajeza más inmoral con tal de conseguir una historia con la que remontar una carrera en horas bajas. Y ahí estaba -está- Douglas adelantándose muchos años desde una máquina de escribir al servicio de la infamia a lo que comprobamos, y padecemos, cada día en este siglo XXI de mentiras y posverdad.

Hágase con un reclinatorio. La forma más respetuosa de ver Duelo de titanes es haciendo una genuflexión. El western de John Sturges recrea la balasera en Ok Corral. Miren: Wyatt Earp es Burt Lancaster y Kirk Douglas encarna al dipsómano Doc Hollyday. Y no hay más que hablar.

Vincent Minelli abrió las cloacas del cine con Cautivos del mal. Era 1952. Ahora estamos en la era Weinstein. Pero desde sus comienzos el glamour que desprendía Hollywood se cimentaba sobre la tiranía que ejercían sin la más mínima conmiseración los estudios y sus poderosos productores, capaces de convertir en juguetes rotos a actores, directores y guionistas. En la piel de Jonathan Shields, Douglas ofrece de manera magistral el perfil de uno de esos tiburones dispuestos a destrozar vidas con tal de alcanzar el éxito. Otra poderosísima razón para verla se llama Lana Turner.

Sí, Douglas nació cuando Europa era una sentina hedionda que supuraba sangre y mierda, el escenario de una masacre de jóvenes con el fango de las trincheras llegándole a las ingles antes de ser enviados al asalto suicida de una posición enemiga por la orden arbitraria y caprichosa de un general tan almibarado como cruel. En una película "bélica antibelicista", Stanley Kubrick llevó al cine la novela de Humphrey Cobb. El primer papel fue para Douglas, que dejó mucho de sí mismo en el personaje del coronel Dax. No en vano, años después se embarcarían en el proyecto de Espartaco. Y entonces, lo peor de Hollywood, ese excremento conocido como el Comité de Actividades Antiamericanas que dirigió el nefasto McCarthy, se encontró con la versión más valiente del hombre de cuya muerte hemos tenido noticia esta mañana: usó su estrella, su influencia de figura de la industria, e impuso que el nombre del guionista, Dalton Trumbo, uno de los Diez de Hollywood perseguidos por la paranoia anticomunista, apareciera en los créditos.

Douglas enfiló aquel día el sendero de la gloria. Ha llegado hoy 

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