Amor sin fin | Crítica

El deseo con sangre en los labios

  • La editorial Muñeca Infinita publica ‘Amor sin fin’, la legendaria novela de Scott Spencer cuya mirada a la pasión juvenil, aunque grotesca, se mantiene vigente y en forma a la hora de retar al lector

  • La ordenación del caos

  • El demonio de la analogía

Scott Spencer (Washington DC, 1945).

Scott Spencer (Washington DC, 1945). / Plain Pictures

Resulta significativo que una novela como Amor sin fin, publicada originalmente en 1979 y revisada en 2010 por su autor, Scott Spencer (Washington DC, 1945), no haya tenido mucho eco hasta ahora en lengua española. No sería descabellado incluir la obra en el canon estadounidense del último medio siglo, aunque sea en sus afueras, si bien sus pasajes más grotescos han podido llevar a más de un editor a pensárselo dos veces. A menudo se ha comparado por su novela a Spencer con Salinger, si bien semejante juego no parece muy afortunado en la medida en que el protagonista de Amor sin fin, David Axelrod, y al contrario que el soso de Holden Caulfield, sí cuenta con un motivo de peso para ponerse en marcha: el deseo incontenible que le conduce al lecho de su amada, Jade Butterfield, por encima de cualquier otra consideración. Sería más honesto acordarse al leer estas páginas (en abultado número) de ‘Romeo y Julieta’, la tragedia de Shakespeare, donde el mismo deseo irrevocable se da en la misma magnitud aunque expresado en un irresistible trampantojo lingüístico que aquí Spencer sustituye por un expresionismo narrativo feroz. En cualquier caso, al lector en castellano casi no le ha quedado otra que conformarse con la adaptación cinematográfica que dirigió Franco Zeffirelli en 1981 con Brooke Shields y un debutante Tom Cruise, o con el remake dirigido por Shana Feste en 2014; lo que vendría a ser nada, ya que ambas películas fallaron clamorosamente en su decisión de acudir al melodrama con tal de encontrar una alternativa razonable a la pornografía que parece pedir el texto a gritos. Ahora, al fin, llega la oportunidad del resarcimiento con la estupenda traducción de Inmaculada Pérez Parra que publicó recientemente la editorial Muñeca Infinita; y lo hace en un momento más que oportuno, en pleno debate sobre el amor romántico y sus fórmulas consabidas. Cualesquiera que sean las conclusiones al respecto, Amor sin fin conserva su vigencia gracias, justamente, a esa voluntad grotesca de traspasar casi cualquier límite. Es una novela extrema, sí, o puede serlo; pero también es humana hasta las heces en su exploración insobornable de las pasiones más turbias y a la vez comunes.

Lo más interesante es el modo en que Spencer sitúa al lector en un lugar incómodo para ahondar en emociones que parecían normalizadas

El amor entre David y Jade nace en la adolescencia. Y lo hace en un contexto de permisividad sexual propia de los años en que Scott Spencer escribió la novela. Sólo cuando esa permisividad se convierte en castración, a cuenta de unos padres que consideran que han sido demasiado flexibles con la pareja, David, guiado por un deseo incapaz de conformarse, decide dar un paso sin vuelta atrás (en esta figura de la decisión irreversible y sus consecuencias también está muy presente Shakespeare) con la intención de recuperar el favor de los padres de Jade. Pero este paso constituye el primer envite en la destrucción del objeto del amor de David, por lo que su deseo se hace aún más feroz y violento. En este sentido, uno de los principales méritos de la novela es la distinción bien clara del amor y el deseo: Spencer muestra bien cómo funciona cada uno, a veces de manera coincidente, otras opuesta, en un equilibrio frágil y necesario que difícilmente podría parecer más descompensado y antagónico; y lo hace en un periodo que abarca desde la adolescencia hasta cierto espectro de madurez, con lo que este Jano bifronte adquiere un carácter aún más mutante e impredecible. La voz narrativa de David Axelrod, que narra los acontecimientos en primera persona aunque concede a veces el foco a otros personajes (por más que el recurso epistolar no siempre resulte afortunado), evoluciona en correspondencia con verdad y corazón. Difícilmente puede uno identificarse con los hechos y las decisiones y, al mismo tiempo, resulta inevitable admitir que la novela habla de cualquier lector posible. Para eso, también, sirve la literatura.

Portada de 'Amor sin fin'. Portada de 'Amor sin fin'.

Portada de 'Amor sin fin'. / Muñeca Infinita

Pero Amor sin fin cuenta su mayor éxito en el exceso, en el desbordamiento, en la narración a lo largo de casi un centenar de páginas (el total supera con creces las quinientas, hay para distraerse) de un reencuentro sexual brutal, armado entre el asco y la fascinación, donde la sangre compite con los demás flujos a la hora de impregnar cuerpos y sábanas. En su novela, y especialmente a través de los personajes de más edad (Ann, la madre de Jade, es seguramente el más logrado de la novela en su complejidad y afección sentimental), Spencer ajusta también las cuentas con la libertad sexual que estalló en los años 60 y 70; pero, al contrario que autores posteriores como Michel Houellebecq, en el que este ajuste se hace desde el resentimiento, el autor estadounidense se asoma a las cenizas del paraíso hippie con una intención mucho más comprensiva en su distancia. El deseo de David estalla independientemente del contexto histórico y político, es una fuerza más allá del bien y del mal; cuando ese contexto interfiere, el deseo busca el cauce más inmediato para procurarse la satisfacción que anhela, por encima incluso de los propios individuos. Amor sin fin es muchas cosas, pero también es una novela sobre la construcción de la identidad que denuncia la ilusión de que esa construcción se da siempre de manera consciente y bajo control: el caos patológico es, en cierto modo, tan decisivo como lo que creemos orden. Lo más interesante es el modo en que Scott Spencer decide situar al lector en un lugar incómodo para ahondar en emociones que creíamos ya normalizadas en cuanto bien definidas, para decir con la mayor claridad lo que de otra manera no quedaría dicho nunca. Hay aquí, por tanto, una celebración del poder de la literatura para poner nombre a las cosas y, a la vez, una advertencia de por qué una literatura domesticada y conforme, que renuncie a molestar, es incapaz de cumplir tal cometido. Lo que, tal y como nos luce el pelo, no es moco de pavo.     

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