Pensilvania | Crítica

El temor de Dios y los afectos

  • Entre la autoficción y la autobiografía, Aparicio Belmonte novela una temporada en Estados Unidos que marcó su adolescencia

Juan Aparicio Belmonte (Londres, 1971).

Juan Aparicio Belmonte (Londres, 1971). / Elena Palacios

La novena novela de Juan Aparicio Belmonte (Londres, 1971) se promociona con un eslogan tan común que es difícil a priori dejarse seducir por él: "La novela más personal de un narrador único" dice la faja. Sin embargo, una vez leída y por poco que se conozca la trayectoria del autor, hay que conceder que esa frase casi nunca desprende tanta sinceridad descriptiva como en este caso.

Si entendemos como literatura "personal" esa en la que se solapan el yo literario y el yo biográfico (en este punto siempre recuerdo una cita del poeta Jorge Riechmann en la que habla a propósito de esos dos yoes como "primos lejanos a quienes no les gusta encontrarse, porque les incomoda su vago y sin embargo inocultable parecido"), Pensilvania es sin duda una novela muy personal. Marca de principio a fin un rastro bien claro que permite identificar al personaje narrador con el autor; pero, por si quedara alguna duda, cuando entrevistan a este, menciona con insistencia que la obra novela hechos de su biografía. Trabaja así sobre todo en la autoficción, ese territorio de límites difusos que reivindica de forma expresa una buena parte de la literatura del último medio siglo.

Como autor, Aparicio Belmonte es, por otro lado, un ejemplar único en su contexto, en su generación o en su propia trayectoria literaria, en la que coquetea continuamente con los géneros –de la intriga a la parodia, pasando casi siempre por el psicoanálisis individual o familiar; es raro encontrar una novela suya en la que no intervenga tarde o temprano un psicoanalista– sin someterse a los cánones. Y también puede decirse que es peculiar su manera un tanto caótica de disponer las historias, yendo de un tiempo a otro de la narración sin necesidad de demasiadas justificaciones argumentales o marcas estilísticas. No hay capítulos en el libro, por ejemplo, apenas un espacio en blanco basta para llamar la atención sobre algunas transiciones. Y sin embargo avanzan las páginas sin riesgo de atascos ni extravíos.

El humor, más cerca del negro que del blanco, es un rasgo principal en la obra del novelista

Sin llegar al disloque fragmentario de la primera novela que publicó con Siruela, Un amigo en la ciudad (2013) –fundado en aquel caso en el relato alucinado de su protagonista–, aquí la historia fluye también en ida y vuelta del presente al pasado. La propuesta lo favorece, ya que se plantea como un ejercicio de memoria personal, un recorrido que implica también un balance a partir de un hecho biográfico concreto: el fallecimiento de Rebeca, la mujer que acogió al autor/personaje narrador durante una estancia en los Estados Unidos al final de su bachillerato, ejerciendo de madre eventual en esa etapa de intercambio estudiantil.

El humor se destaca a menudo como rasgo principal en la literatura de Juan Aparicio Belmonte. Humor en diversas texturas y escalas, aunque siempre más cerca del negro que del blanco. Humor que raya a veces el cinismo o la insolencia (si él llega a leer esta crítica confiamos en que entienda esto como un piropo). En su otra gran ocupación, la de humorista gráfico, firma sus viñetas como Superantipático, asumiendo desde ese llamativo seudónimo cierta impertinencia que también se detecta en su escritura.

Cubierta del libro. Cubierta del libro.

Cubierta del libro.

En Pensilvania, además, el dispositivo narrativo le da bastante juego para la acidez humorística. En primer lugar, la identificación transparente con el narrador le facilita dirigir muchos de sus dardos hacia su propia personalidad, su carácter o sus inseguridades como escritor. Y, desde ahí, le permite asimismo la corrosión en la mirada que dirige hacia otros personajes.

Por otro lado, la narración adquiere desde el principio la forma de un monólogo continuo. O mejor, de un diálogo imposible con una interlocutora que ya no puede responderle. Va intercalando recuerdos y reflexiones; hace numerosas referencias a citas, hitos sociales o personajes públicos (literatos, políticos o simples famosos televisivos de larga melena o medio pelo), hacia los que se permite una holgada libertad de opinión. Y, al dirigirse continuamente en esta ficción a la fallecida Rebeca, ajena a la cultura española, encuentra en esa fórmula la excusa perfecta para contextualizarlos y darles un repaso en confianza, como quien habla en la intimidad de una conversación privada, tramando a la vez complicidades con el lector.

La familia que acogió al adolescente y futuro escritor en su aventura americana era protestante y conservadora hasta extremos fundamentalistas. La misma Rebeca había llegado a entrar en la cárcel por participar en altercados ante clínicas abortistas. Fue por tanto inevitable el choque entre ella, principal referente de aquel hogar ultra gobernado por el temor de Dios, y el joven Juan, procedente de un entorno sin convicciones religiosas y de un país que había logrado sacudirse por fin cuatro décadas de nacionalcatolicismo para sumergirse en otras movidas.

Aparicio Belmonte reivindica los lazos humanos por encima de las distancias ideológicas e incluso morales

La novela lo cuenta con socarronería, el autor no concede razones ideológicas que no compartía y no comparte. Pero los años le han hecho valorar también el afecto que recibió de aquella familia. Y, desde ahí, desde esa reivindicación de los lazos humanos por encima de las distancias ideológicas e incluso morales, monta un relato autobiográfico que excede aquella temporada pensilvana para reescribir con más o menos inventiva (eso casi nos da igual) otros pasajes de su infancia, su pubertad, su vida laboral previa a la escritura o sus años más recientes. Y al evocar encuentros y desencuentros, devaneos amorosos, crisis de pareja, peripecias de hospital o estrategias creativas, abre tanto el corazón que el relato adquiere en muchos momentos un sentido existencial a salvo de cualquier sospecha de postureo.

Igual que ocurre en otras novelas suyas, el profuso humor ácido de Aparicio Belmonte, colindante con el cinismo, se termina revelando así también aquí como un vehículo que le sirve para llegar a lugares mucho más interesantes.

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