Una larga noche

Rusia. Revolución y guerra civil | Crítica

Antony Beevor aborda la historia de Rusia durante la Revolución y la posterior guerra civil en un vibrante relato que destaca la complejidad y la insólita crudeza del enfrentamiento

Lenin y Trotski, rodeados de bolcheviques en la Plaza Roja (1919).
Lenin y Trotski, rodeados de bolcheviques en la Plaza Roja (1919).
Ignacio F. Garmendia

14 de agosto 2022 - 06:00

La ficha

Rusia. Revolución y guerra civil (1917-1921). Antony Beevor. Trad. Gonzalo García. Crítica. Barcelona, 2022. 680 páginas. 25,90 euros

Especializado en la historia militar de la Segunda Guerra Mundial, Antony Beevor ha dedicado importantes monografías a todas las grandes batallas de un conflicto que en sus libros se recorre de forma minuciosa y atendiendo siempre a las fuentes primarias, pero la razón de su popularidad radica en la fluidez y el estilo envolvente de su prosa y sobre todo en su maestría narrativa, que partiendo de los detalles o de testimonios muy precisos le permite trazar formidables panoramas. Se ha dicho que sus libros más valiosos son los que abordan episodios concretos y que en este sentido el que trata de la Guerra Civil española, siendo muy estimable, no está a la altura de los trabajos consagrados a Stalingrado, el desembarco de Normandía o la caída de Berlín, pero las mencionadas cualidades hacen que podemos leer cualquiera de sus trabajos con la seguridad de enfrentarnos a un gran relato, en la línea que distingue a los mejores representantes de la escuela británica. En su nueva entrega, Beevor se ha alejado de sus intereses habituales para narrar las evoluciones de la Revolución rusa y sobre todo de la guerra civil (1917-1921) que siguió a la rápida conquista del poder por los bolcheviques. El resultado es una brillante reconstrucción que no contiene novedades de fondo, pero admira por su capacidad para revivir desde dentro una tragedia de dimensiones colosales.

Fue una contienda más que civil, en la que intervinieron miles de combatientes extranjeros

De acuerdo con la profecía de Herzen, citada por Beevor en uno de los capítulos que tratan del Gobierno Provisional de Kérenski, "el mundo que se va no deja tras de sí un heredero, sino una viuda embarazada", de modo que entre la muerte de uno y el nacimiento de otro "pasará una larga noche de caos y desolación". Es justo lo que ocurrió en Rusia después de la revolución de febrero, cuando Lenin y los suyos lanzaron la famosa y falaz consigna de todo el poder para los sóviets. La despiadada opresión del zar y la calamitosa dirección de la Gran Guerra en el frente oriental estaban en el origen del descontento que acabó con la monarquía, pero fueron la audacia y la determinación del líder, así como su falta de escrúpulos, los que lograron lo que parecía imposible. Siendo esta la parte más conocida de la historia, Beevor dedica el grueso de la narración a lo que ocurrió después, una dilatada y compleja sucesión de enfrentamientos que tuvo lugar en un país inmenso, aunque menguado por las concesiones territoriales a Alemania, e involucró a fuerzas muy distintas. Hablamos de una guerra más disputada de lo que se piensa, en la que gracias a la disciplina y el genio militar de Trotski, futuro disidente y en ese momento personalidad principalísima de la revolución ya traicionada, el Ejército Rojo se impuso a una incongruente coalición de enemigos donde los leales al zar convivían con demócratas, mencheviques y social-revolucionarios. El resultado no estaba prefijado, pero la división e incluso la incompatibilidad entre los integrantes de un bando tan heterogéneo, así como la incapacidad de los Blancos para asumir reformas que habrían podido ampliar su base social, redujo mucho sus posibilidades. Y fue por otra parte una contienda más que civil, pues en ella intervinieron otras potencias y decenas de miles de combatientes extranjeros, hasta el punto de que ha podido ser calificada como una "guerra mundial condensada".

El uso del terror por parte de los bolcheviques adquirió ya entonces proporciones inhumanas

Como era inevitable, dice Beevor, la extrema violencia creó un círculo vicioso, hasta alcanzar cotas verdaderamente insólitas. En la línea a la que nos tiene acostumbrados, su recuento no enfrenta los hechos de esa forma casi abstracta que encontramos en otros historiadores, sino desde una mirada apegada al terreno, proyectada en múltiples direcciones y amparada en los datos aportados por testigos directos, que no pierde de vista el horror ni calla las atrocidades. Sin menospreciar la crueldad de los soldados blancos, en especial de los cosacos en regiones como Siberia, el uso sistemático del terror por parte de los bolcheviques, extendido a la retaguardia donde operaba la Checa, adquirió ya entonces proporciones inhumanas y no sólo por su magnitud, sino también por los métodos que en algunos casos –por ejemplo el de los prisioneros que cavaban las fosas comunes en las que iban a ser fusilados, donde se apilaban sin distinción cadáveres y heridos– anticipaban las prácticas nazis de exterminio.

Tropas del Ejército Rojo durante la represión de los marinos de Kronstadt.
Tropas del Ejército Rojo durante la represión de los marinos de Kronstadt.

La muerte de la esperanza

En vísperas o poco después del triunfo final, la represión de los bolcheviques se dirigió incluso contra quienes habían sido sus aliados, como el Ejército de Insurgentes de Majnó, cebándose en particular con los campesinos. La quema de granjas y poblados, las torturas, los fusilamientos, las deportaciones y la toma de rehenes fueron procedimientos habituales. Pese a ello, las revueltas eran constantes, provocadas por las confiscaciones y las consiguientes hambrunas, que se extendían a las ciudades donde proliferaban las huelgas. Pero el episodio más significativo, escribe Beevor en el último capítulo, titulado La muerte de la esperanza, fue el gran levantamiento de la Flota del Báltico en Kronstadt, que había sido definida por Trotski, el mismo que instó a los marinos a rendirse, como "el orgullo y la gloria de la Revolución rusa". Los rebeldes, muchos de ellos de filiación anarquista, se mantenían fieles a los ideales por los que habían combatido y buscaban torcer el rumbo autoritario del poder bolchevique, pero fueron difamados como inverosímiles peones del Ejército Blanco y hasta se propaló la especie de que recibían el apoyo de la oficialidad zarista. Incluso antes del nacimiento formal de la Unión Soviética, sus futuros dirigentes ya recurrían a la mentira como arma política.

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