La queja aleja

La consulta del especialista

Puede convertirse en un factor que deteriora vínculos, aumenta el estrés y limita la capacidad de afrontar los desafíos

¿Por qué nos da fiebre?

Una mujer es atendida por una médico durante una cita médica en un centro de salud de España.
Una mujer es atendida por una médico durante una cita médica en un centro de salud de España. / Nacho Gallego (EFE)
Doctor Ríos

06 de diciembre 2025 - 10:43

Como médico, he aprendido que el lenguaje que utilizamos —tanto el que pronunciamos en voz alta como el que dirige nuestro diálogo interno— tiene un impacto directo sobre nuestra salud y nuestras relaciones. A lo largo de los años de consulta, he visto cómo un hábito aparentemente inofensivo, casi cultural, puede convertirse en un factor que deteriora vínculos, aumenta el estrés y limita la capacidad de afrontar los desafíos.

Me refiero a la queja constante, esa tendencia a repasar una y otra vez lo que no funciona sin intentar transformarlo. Una costumbre que, lejos de acercarnos a los demás en busca de comprensión, termina por alejarnos. De ahí el título: la queja aleja. La queja tiene mala fama, y con razón. No porque sea negativa en sí misma —de hecho, expresar malestar puede ser sano y necesario— sino porque solemos practicarla de forma repetitiva, sin propósito y sin conciencia.

La queja útil existe: es aquella que nos permite identificar un problema, buscar soluciones o pedir ayuda. Pero la queja inútil, la que se convierte en música de fondo, es una forma de drenaje emocional que agota tanto al que la emite como a quien la escucha.

En medicina observamos desde hace tiempo que el estrés crónico, la negatividad persistente y la sensación de impotencia tienen efectos sobre el organismo: elevan la carga inflamatoria, alteran el sueño, afectan el sistema cardiovascular y minan la capacidad del sistema inmunológico. Si a eso añadimos la dinámica interpersonal que genera la queja constante, el resultado es un cóctel que perjudica la salud y dificulta la convivencia.

Lo veo en la consulta. Hay pacientes que llegan con dolores difusos, insomnio, ansiedad o fatiga permanente. Cuando conversamos, descubro que no solo cargan con circunstancias adversas, sino también con un hábito que intensifica la dificultad. Relatan sus problemas como si estuvieran atrapados en una red sin salida. Para ellos, quejarse no es una herramienta, sino un estado interior. Y esa postura vital no solo les impide avanzar; también puede erosionar su red de apoyo. La queja, cuando es permanente, provoca que quienes los rodean empiecen a distanciarse, a protegerse del peso emocional que esa repetición conlleva. Por eso digo que la queja aleja: porque nos desconecta del otro, aunque nuestra intención inicial haya sido justamente la contraria.

Una persona camina con muletas durante un paseo que da en la calle.
Una persona camina con muletas durante un paseo que da en la calle. / D.A.

Tendencia natural a recordar lo negativo

La ciencia del comportamiento ofrece pistas interesantes para comprender este fenómeno. El cerebro humano tiene una tendencia natural a detectar y recordar lo negativo. Esto fue útil para nuestros ancestros, pero en la vida moderna puede convertirse en un sesgo que nos hace ver el mundo bajo una luz más oscura de la que merece. Cada vez que verbalizamos una queja, reforzamos circuitos neuronales asociados a la insatisfacción y la frustración. Si esta repetición se vuelve hábito, el cerebro la adopta como modo automático. En otras palabras: cuanto más nos quejamos, más fácil es que volvamos a hacerlo, incluso sin darnos cuenta.

Pero hay otro aspecto, quizá menos estudiado, que tiene consecuencias igual de importantes: el impacto social. Los seres humanos somos profundamente sensibles al tono emocional de los demás. Cuando alguien se queja sin pausa, el grupo tiende a reaccionar de dos maneras: o bien intenta resolver el problema —y se frustra si la persona no busca realmente soluciones—, o bien se distancia para proteger su propio equilibrio emocional. Ambas respuestas, aunque comprensibles, pueden hacer que quien se queja se sienta aún más aislado, reforzando el ciclo de negatividad.

Naturalmente, no se trata de silenciar el dolor. En medicina sabemos que las emociones reprimidas también enferman. Lo que defiendo es encontrar un equilibrio sano entre expresar lo que nos ocurre y no convertir la queja en el centro de nuestra identidad. La clave está en la intención: ¿me quejo para aliviarme, para comprender lo que me pasa, para buscar apoyo? ¿O lo hago por inercia, sin intención de cambiar nada?

Existen estrategias sencillas que pueden transformar la queja en acción. Una de ellas es el enfoque de solución: cada vez que verbalicemos algo que nos molesta, añadir una pregunta que abra posibilidades. “Esto me está generando mucho estrés, ¿qué podría hacer para manejarlo mejor?” Otra es la que llamo pausa consciente: antes de quejarse, hacer una breve respiración y preguntarse si lo que vamos a decir aporta algo o simplemente alimenta un malestar ya conocido. No se trata de censurarnos, sino de elegir cuándo y para qué hablamos.

También funciona practicar la gratitud, no como un ejercicio ingenuo de pensamiento positivo, sino como una forma de contrapeso emocional. En neurología se reconoce que la gratitud estimula áreas cerebrales asociadas al bienestar, al vínculo social y a la regulación emocional. Incorporar pequeños actos de reconocimiento diario puede reducir la necesidad de centrarse solo en lo que falta o lo que duele.

Como profesional de la salud, he visto cómo estos cambios transforman vidas. Pacientes que, al modificar su relación con la queja, mejoran su comunicación familiar, recuperan amistades, reducen su estrés e incluso experimentan mejoras físicas. Por supuesto, esto no sustituye los tratamientos médicos cuando son necesarios, pero sí complementa la atención integral que todo ser humano merece.

La queja tiene un lugar, pero no debe ocupar todos los espacios. Cuando se convierte en el único lenguaje con el que interpretamos la realidad, termina por alejarnos de los demás y también de nosotros mismos. Porque la queja constante no solo aleja a quienes nos rodean; también nos aleja de nuestra propia capacidad de agencia, de sentir que podemos influir en nuestra vida. Nos encierra en un papel pasivo, donde todo es algo que “nos ocurre”, no algo que “podemos abordar”.

Quizá el desafío de nuestra época no sea dejar de quejarnos, sino aprender a quejarnos mejor: convertir la queja en una herramienta de conciencia, no en una forma de vida. Expresar lo que duele, pero también buscar caminos. Nombrar los problemas, pero no instalarnos en ellos. Hablar, pero también escuchar. Y recordar que, aunque la queja puede darnos un alivio momentáneo, su repetición erosiona los vínculos que más necesitamos.

De nosotros depende transformar ese hábito en algo distinto. Porque cuando la queja se modera, lo que aparece es espacio para el diálogo, la empatía, la creatividad y la conexión. Y en un mundo tan ruidoso, tan acelerado y tan exigente, esos espacios son más valiosos que nunca. En definitiva, la queja aleja… pero la conciencia acerca.

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