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La vida desde el ambigú

  • En sus barras se ahogan las penas de las derrotas y se brinda por las victorias, son los bares que ponen olor y sabor a los partidos en cada campo cada fin de semana

Muchos han adaptado en los últimos años su imagen, acorde a la de los renovados campos de césped artificial que han ido enterrando en la memoria el color del albero que carecterizaba a los terrenos de juego de antaño en las categorías del fútbol más modesto de Almería, el de barrio. La mayoría han pasado de ser barracas en las que uno podía comprarse una bolsa de pipas, un bocadillo o un refresco, a convertirse en auténticos bares con gran variedad de tapas y comodidades para sus clientes, para los que acuden cada domingo a ver a su nieto, hijo o novio competir en las categorías más humildes, pero todos, renovados o no, mantienen su ambiente futbolero. Son los ambigús, pequeños y acogedores rincones que ponen olor y sabor cada fin de semana a los feudos almerienses.

En sus barras se ahogan las penas de las derrotas y se brinda por las victorias. El ambigú es el único sitio del campo en el que, después de una dura guerra sobre el terreno de juego, se puede ver a los jugadores de uno y otro equipo, y a sus respectivos aficionados, hermanarse con un quinto en una mano y una tapa en la otra. Sus planchas, curtidas en mil batallas, como la que hizo famoso el quiosco del Tito Pedro en el ya desaparecido campo de El Seminario, con sus riquísimos bocadillos de lomo, han nutrido durante años a espectadores que no perdonan la hora del tentempié un domingo a las doce y media de la mañana.

Lejos quedan ya esos pequeños habitáculos con ventanilla en los que poder comprar un refresco y una bolsa de gusanitos para los críos, aunque actualmente siguen resistiendo algunos que no quieren perder su esencia original por algunos feudo almerienses como el de Los Eucaliptos de El Parador. Ahora, casi todos los ambigús, han progresado de la mano de las instalaciones que le rodean, convirtiéndose en bares de considerables dimensiones dentro de extensos complejos deportivos como los del Tito Pedro, La Cañada, el Constantino Cortés o Los Ángeles. Otros, olvidados durante años, han vuelto a recuperar su esplendor con un lavado de cara, como el del Rafael Andújar de El Zapillo o el del Plus Ultra en Las Chocillas. Pero sean como sean, más o menos modernos, todos siguen siendo ese lugar privilegiado desde el que el fútbol se ve como en ningún otro lugar del campo. Son lo que a los grandes estadios su zona vip, pero en el caso de los ambigús de los campos humildes, cualquier persona tiene derecho a disfrutar de una cerveza fría y una tapa o bocadillo mientras ve el encuentro, sentado y a la sombra, que sobre todo en los meses anteriores al verano se agradece muchísimo.

Los ambigús no necesitan publicidad, ni grandes carteles para que la gente se fije en ellos. Son bares que todos buscan casi por inercia nada más entrar en un feudo. Su fama se forja con el boca a boca, y clara prueba de ello es la buena imagen que tienen ambigús como el del campo de Los Pinos de El Alquián, conocido por sus tapas de pescado, o el del Pavía, con gran variedad de comidas. En el caso del bar arlequinado, es en el que más puede notarse el cambio que ha dado desde que el equipo se trasladó desde El Seminario a su actual ubicación. Lo único que guarda de ese ambiente de antaño, de pequeño ambigú de dos metros cuadrados, es la nomenclatura del campo en el que está ahora, el Complejo Tito Pedro, nombre de la persona, de sobra conocida en el mundo del fútbol almeriense, que hizo del bocadillo de lomo una necesidad casi obligatoria para los aficionados en los descansos de los partidos del Pavía.

Por desgracia, no todos los ambigús han sobrevivido con el paso del tiempo, como es el caso del bar del viejo campo de El Pillico en Aguadulce, que estaba regentado por una familia argentina que ofrecía a los clientes espectaculares platos de su país, sobre todo de carnes a la brasa. El feudo pasó a mejor vida, o peor, según como se mire, cuando se construyó un poco más arriba el nuevo complejo deportivo.

El ambigú siempre ha sido el refugio dominical por excelencia para los amantes del fútbol modesto. Ese lugar en el que refrescar el gaznate antes de la hora de comer mientras ves a 22 jugadores fieles al escudo del equipo del barrio, formado por futbolistas de gran calidad que rozan la veteranía, pero que nunca cumplieron su sueño de ser profesionales, y por jóvenes promesas que aún están a tiempo de dar el salto a categorías más elitistas y poder vivir del esférico. Esas categorías en las que se pierde la esencia del verdadero fútbol entre una parafernalia publicitaria que intenta llenar grandes estadios. Y lo consiguen, pero son feudos vacíos. Y es que, un campo sin ambigú, no es un campo. Tomarse una cerveza junto al córner, un domingo cualquiera, es todo un privilegio, una de esas pequeñas cosas que hacen grande al fútbol más pequeño gracias a la labor que realizan los ambigús.

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