Abanico de colores
En las dos últimas contraportadas feriales optamos por una triada de nombres en lugar del personaje único. Mujeres y hombres tan diferentes como entrañables. Reconocidos y reconocibles entre los lectores mayores y que ahora merece la pena rescatar
Comenzanmos con Juan Panza. Este tenía muchos puntos en común con Miguel el Vaca, un menda bonachón en sentires y ocupaciones; aunque Juan era bastante más joven. Lotero, cerillero, pegador de carteles en la vía pública… Panza fue también empleado del café-teatro Variedades y cuentan que se jubiló en el cine Hesperia, poco antes de fallecer a inicios de los pasados años cuarenta.
Ni cantaor de flamenco ni seguidor de Cúchares, como su antecesor y referente; lo suyo era el valor desmedido. Si damos crédito a lo escuchado se introdujo, junto al domador, en una jaula de leones en el transcurso de una función circense del Variedades.
Sin embargo, el cenit de la popularidad lo obtuvo en la atracción más esperada de la Feria agosteña en las primeras décadas del siglo anterior: elevación de globos y exhibición de aeroplanos. Un año se subió en el capitaneado por el famoso Vilaragut. Ganó altura desde la plaza de toros y vino a perderse por la línea del horizonte; no del mar, sino de tierra firme. ¿Dónde vino a caer?, no lo sabemos porque en esta ocasión la prensa no lo publicó ni hemos tenido acceso al registro de la Casa de Socorro
Del siguiente, Tío Berrinche, se nos pierde sus orígenes en la lejanía de la memoria, pero no de la descendencia. Al restaurante Puerta Real no la reconocía por tal rótulo comercial -nos aventuramos a pensar- ni su propio dueño, Antonio Rodríguez. Ahora, pregunten a cualquier almeriense de cierta edad por Casa Berrinche y le darán pelos y señales. Abrió sus puertas en la primera mitad del siglo XX, en la calle Marín, aledaño a Las Perchas y Plaza Vieja; domicilio de establecimientos de dudosa fama: Garrote, El Nido y La Lira, con una precaria carta de tapas e inciertos bebestibles. Ideal para las noches de vinos, rosas y juergas de escaso presupuesto con pupilas percheleras vecinas:
Mira si tengo talento
que he puesto una casa putas
frente al Ayuntamiento
Antonio Rodríguez -empresario de reconocida trayectoria hostelera- heredó el apodo de su pariente, el Tío Berrinche. Este había inaugurado dos centurias atrás una humilde tasca en la calle Federico de Castro (originariamente de La Encantada). En su momento leímos alguna gacetilla esporádica gacetilla la bondad del vino despachado (autóctono o foráneo) y las más de las veces dando cuenta de broncas y altercados iniciados en el mostrador y continuados en el exterior. Alteraciones del orden público que el alcalde de barrio o los guardias urbanos solían cortar de raíz, acabando el borracho de turno en el arresto Municipal instalado en el sólido edificio consistorial del que hace escasamente dos meses han "volado" siete bellas ventanas de forja, de las llamadas de "pecho de paloma", sin que sepamos donde han tomado tierra. Quizás por aquellos disgustos de la clientela o bien por su indisimulado perfil avinagrado, le endilgaron el remoquete de Tío Berrinche.
Como corolario a la página traemos a El Cuqui, popular a lo largo y ancho de la ciudad. De primer apellido López y más afamado que en vida la Jurado, era el subastador oficial del "marranico" de san Antón, desde el tablado alzado al pie de la hoy desvirtuada ermita. Vestido de colores chillones y ropa estrafalaria hacía reír con sus ocurrentes chirigotas a cualquiera que se aproximara.
Ninguno como él a la hora de sacar al personal sus buenos reales e incluso pesetas: Quién dá mas… Niñicas, no queréis el rabo? Murió a principios de la pasada centuria, no sin antes ayudar a su mujer a traer al mundo al primogénito de una amplia prole. Manuel López "El Cuqui" destacó como valiente y eficaz banderillero a las órdenes, entre otros, de Relampaguito y Pastoret. Rescatador en el coso de Vílches de la desaparecida suerte del "salto de la garrocha".
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