Feria

Carruajes de pobres y ricos

Tomamos una victoria

con dos jacas de primera

y en menos que canta un gallo,

dale que dale a las bestias,

llegamos a la Garrofa

y allí comenzó la juerga…

ASÍ fue durante buena parte de las centurias del XIX y XX: el coche de caballos (victorias, landós, manuelas) constituía el único medio de transporte en el centro urbano y al extrarradio, a La Garrofa en este caso como podía haber sido a la de Ramírez, Eritaña o, al este, la de Gachas Colorás y Molinos de Viento. Regulados ya por la primera Ordenanza municipal de 1864, una numerosa flotilla de aquellos "taxis" movidos por jacos y yeguas se distribuía por las paradas de Puerta de Purchena y plazas Circular, de Santo Domingo y Catedral, a cargo de experimentados aurigas de látigo largo y brida firme. Personajes populares al servicio de los pudientes que iban a tomar las aguas al balneario El Recreo o requeridos por el ayuntamiento para el desplazamiento de los médicos de Beneficencia (a ellos se destinaba una partida presupuestaria); o de la Audiencia para notificaciones judiciales y levantamiento de cadáveres a cargo de los jueces, pongamos por caso.

Aún perduran nombres de aquellos cocheros: Malanginas, Muriana, El Faba… Uno de estos dos -no estoy muy seguro cual- protagonizó una anécdota jocosa. En cierta ocasión unos señoricos ociosos llevaban a bordo dos días con sus correspondientes noches: de casas de putas a merenderos y vuelta a empezar. Hartos de alcohol, se empeñaron en que el coche enfilara para ¡Melilla!; naturalmente, enterró las ruedas en la arena, a la altura del hoy Centro Náutico. El jamelgo que ni se sabe cuanto llevaba sin probar un pienso decente (con su correspondiente cebada y algarrobas) le largó un mordisco al sombrero de paja -al parecer bocado exquisito para el pobre animal- del gallito de la reunión quien muy indignado increpó al profesional del pescante: ¡Anda y que tu caballo no pasa hambre…! Hambre mi Lucero… ¡caballo con los caprichos!

Y de la ruín cabaña a los altos palacios. En el viaje relámpago efectuado por la reina Isabel II, en octubre de 1862 se trasladó del muelle al Gobierno político (convento de Las Claras) en un suntuoso carruaje, al tiempo que el numerosísimo cortejo ocupó otros muchos puestos a su servicio por los individuos más influyentes de la burguesía local: José Jover, Roda, Orozco, Bendicho y una veintena más.

De la importancia en aquellos tiempos del transporte, regio o plebeyo, da cuenta el párrafo que le dedica el cronista del viaje Francisco María Tubino. Un despliegue obsceno de ostentación innecesaria en años de extrema necesidad económica en España:

"Se presentó la necesidad de facilitar carruajes para el acto de recepción y demás ceremonias, y la provincia preparó un magnífico tiro de seis caballos castaños: cuatro de particulares y dos comprados a quince mil reales cada uno; enjaezándolos con lujosas guarniciones y penachos. Una carretela de respeto con dos poderosas yeguas normandas; otras cuatro magníficas con mulas para la alta servidumbre y otras dos con caballos para los ministros; veintiséis más para el acompañamiento y seis coches con igual número de asientos cada uno para la baja servidumbre.

Para uso exclusivo de SS. MM. y AA. la Diputación tenía dispuesto el coche lujoso de un particular, pero el Comercio acordó comprar uno ex profeso para el acto y transmitió a París las órdenes telegráficas más eficaces; fue allí construida una carretela magnífica, elegante y verdaderamente regia que costó veinte mil francos. Era de tanto mérito cuanto que el periódico L´ Ilustratión publicó un dibujo de ella con su correspondiente descripción".

Pese a lo manifestado por el cronista, no está demostrado que finalmente la adquiriesen. ¡Con ese dinero se adquiría un cortijo en Rioja con muchísimas tahúllas de naranjos! Con pareja parafernalia se repitieron décadas más adelante las venidas a la ciudad de su hijo y nieto, Alfonso XII y XIII.

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