Luis el de los perros, un santo laico
Al igual que el resto de la geografía española, Almería gozó (o sufrió, en menor medida) de individuos distintos en sus comportamientos al resto de convecinos. Un amplio y florido pensil de personajes entrañables y recordados por sus perfiles y peculiaridades
Más visibles en nuestra ciudad dada la benignidad de un clima que les permitía campar a sus anchas por calles y plazas a todas las horas del día. Gente humilde por lo general -mujeres y hombres- que justificadamente ¿por qué no? forman parte de la historia urcitana más reciente:
Tío Alegrías y Cataollas, Miguel el Vaca y el Tío del Vinagre, Juan Panza, El Cuqui y El Guájara, Cigarrón Merengue y Barbarica, Enrique el Nano y Juan el de las Cunicas, Filigranas y Luquitas, El Paella y Pepe de las Alsinas, El Colilla, La Reina y Campana; Paquita de los Cañamones y Chato del Cervantes, Pocas Libras, La Pillagatos y un largo etcétera.
No protagonizaron grandes gestas ni fueron laureados en el campo de las Humanidades, las Artes o las Ciencias. No obstante, aportaron su granito de arena desde el pintoresquismo más simpático o el comportamiento no siempre ejemplarizante. Ni villanos ni santos (bueno, u no de ellos sí): diferentes. A ellos nos acercaremos desde el cariño y el respeto en estas contraportadas del cuadernillo ferial que un año más me corresponde firmar en Diario de Almería. Sin más dilación, comenzamos con uno de los más conocidos:
Manolo: pasen coches, carros, carretas o camionetas no te levantarás hasta que yo toque la corneta. Tumbando cuan largo era, el chucho ocupaba la acera del Paseo después de ser lidiado y muerto a estoque (simulado con una caña); sin ponerse en pie hasta que su dueño no lo indicaba. Manolo era un perrillo sin pedigrí (ni falta que le hacía), más listo que el hambre que, al morirse de viejo, fue sucedido por una hembra, Layka, en homenaje a la que en un spunitk2 ruso viajó a la Luna, en la desesperada y costosa carrera espacial de la URSS con USA. Tras el oportuno terrón de azúcar en premio a sus habilidades y de recabar de los mirones unas humildes monedas, solía acomodarlo en un cajón del portaequipajes de la bicicleta, en el que escrito con grueso trazo un eslogan hacía patria: "Almería, superior Costa del Sol".
Pero Luis tenía culillo de mal asiento y su campo de operaciones no podía limitarse a la capital, haciendo de Barcelona un destino habitual. Fruto de aquellas repetidas visitas recitaba de memoria, sin error posible, todos y cado uno de los pueblos que atravesaba la antigua carretera N-340; o bien el nombre de las estaciones de ferrocarril hasta la Ciudad Condal, con trasbordo obligado en Alcázar de San Juan.
Luis Méndez Cañadas, puesto que de él se trata, vino al mundo en los pasados años Veinte en el paraje de la Huerta de Azcona, cuando la calle del Poeta Paco Aquino estaba muy lejos de ser urbanizada y menos aún Padre Méndez o Avda. del Mediterráneo. Creció enseñando a embestir a las cabras lecheras -obligadas a convertirse en miuras- en el solar donde en la posguerra el Dr. Domingo Artés Guirado abrió su prestigioso sanatorio quirúrgico, con fachada a la pelada Rambla salpicada de raquíticas moreras.
Luis no llegó a figura en el escalafón taurino, aunque sí protagonizó sonadas anécdotas junto a El Paella, camarero de la cafetería Sotanillo del Casino. En cambió supo hacerse un hueco en el santoral laico y, lo más importante, en el corazón de los almerienses que todavía lo evocamos con una sonrisa. Le tocó vivir dos vidas diferentes: mientras existió su madre (con ella habitaba en una casita de la Cuesta del Rastro, que algunos llaman Almanzor Alto) y cuando esta falleció. Al principio aseado y dignamente presentable. Después, un adán de carnes fofas y ropa raída que solía refugiarse en la negrura de la noche junto a la gasolinera de Las Lomas o en portales del Paseo Marítimo "Carmen de Burgos". Hasta mañana, aquí lo dejamos
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