Cultura

Camba, el periódico y los libros

  • Un artículo de Camba es lumbre imaginativa, exenta de artilugios; pura, prístina, honda, mirífica. Su proverbial manera de escribir es un cuadro que capta una realidad como iluminada

Leer al genial Camba es volver a momentos que se alejaron de nosotros y regresan como un volumen antiguo, encuadernado en piel, con el olor inconfundible a hierbas y vainilla, al pasar sus páginas amarillentas, que hemos sabido leer. El arte de escribir de Julio Cam­ba, el preclaro columnista nacido en Vila­nova de Arousa, en 1882, tiene algo de Homero, del Quijote, de Rabelais, de Racine, de Larra y de tomo impreso, en octavo, con letra de Ibarra. Paseos lentos y meditativos, hasta llegar al Palace Hotel, con una antología bajo el brazo, sus artículos son como los alejandrinos del Arcipreste, que tan complacidos leemos en el Café Gijón, donde se eleva el recuerdo desde Valle-Inclán a Umbral; desde Lorca a Truman Capote. «Inteligencia tan lúci­da y sana no ha habido en el periodismo es­pañol», dijo Luis Calvo. Sus textos, cuan­do empecé a leerlos, hace muchos años, me parecieron teoremas, álgebra o ecuacio­nes de las palabras por la exactitud de la sintaxis y la precisión conceptual. Y, a veces, un prodigio más literario que la propia literatura, por la originalidad y el deleite del estilo. «Camba sabe los centíme­tros cuadrados de los que consta una co­lumna. La clava. Es un relojero de la colum­na; un sonetista», precisa José Antonio Lle­ra. Su influencia perdura como el libro predilecto, el cual releemos en las horas de paz y sosiego, entre el silencio y la soledad.Un artículo de Camba es lumbre imaginativa, exenta de artilugios; pura, prístina, honda, mirífica. Su proverbial manera de escribir, con el soplo lírico de los poetas y la imaginación cervantina del novelista, es un cuadro que capta un escenario como stendhaliano o barojiano. «A Camba yo lo descubrí en la biblioteca muni­cipal de Úbeda, y me bebía literalmente sus artículos, sus crónicas breves de viajes, tan llenas de observación», recuerda Antonio Muñoz Molina. En su mensaje, la iro­nía es búsqueda proustiana que se transfor­ma en instante que, eterno, emerge. Azorín, uno de sus maestros, junto con Baroja, lo llamó «el pro­totipo del humorismo galaico pasado por Londres, pasado por Sterne». A las crónicas y los artículos de Camba nada sobraba ni faltaba. La elegancia de esta prosa retoña como métrica homérica en su fuego misterioso. En el recuerdo laten el artículo que escribió González-Ruano (a los dos días de su muerte), el 2 de marzo de 1962, «El so­litario del Palace», la fotografía en la que aparecía con Juan Belmonte, Díaz-Cañabate, Gregorio Corrochano, Rafael el Gallo y el escultor Sebastián Miranda. O aquella otra, en el Retiro, en 1914, con Pérez de Ayala, Valle-Inclán y Juan Belmonte. Camba fue siempre periodista y escritor: en el café y en la taberna; en la calle y en la tertulia. Y, más aún, en la habitación 383 del Palace Hotel. Su amigo, el periodista Miguel Utrillo escribía: «Era el hombre más buscado en las reuniones, cuando no cenas, porque también era de una inteligencia fuera de lo común».

Sus artículos en El Rebelde (1904), El País (desde el 26 de enero de 1905 hasta el 13 de enero de 1907), España Nueva (desde el 28 de febrero de 1907 hasta el 25 de junio del mismo año), El Mundo (desde el 23 de octu­bre de 1907 hasta el 13 de enero de 1912), La Correspondencia (desde el 4 de diciembre de 2008 hasta el 5 de marzo de 2009), La Tribuna (desde el 3 de febrero de 1912 hasta el 2 de octubre de 1913), ABC (desde el 8 de octubre de 1913 hasta el 31 de octubre de 1917; y desde el 9 de marzo de 1928 hasta 1962, con algún período interrumpido como 1951 y 1952, que escribió en Arriba), El Sol (desde el 20 de diciembre de 1917 hasta el 22 de diciembre de 1927) (también colaboró en sus comienzos en Diario de Pontevedra, Ahora, Los Lunes de El Imparcial), junto con las crónicas desde Constantinopla, París, Londres, Berlín, Roma, Lisboa y Nueva York (recogidas en La ciudad automática), son el sentido real de los versos de Juan Ramón: «Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas». El talento de su pluma alcanzó la universalidad de un clásico por una escritura sin desgarrones, sin manchas, sin remiendos. La misma luz del sol, que redactaba la historia de los días como prontuarios quevedianos. El albor, que caminaba por el cendal de la claridad. La suave música de la metáfora, que llegaba al recuadro con una quijotización del humor tan sutil.

Los libros de artículos Alemania: impresiones de un español (1916), Un año en el otro mundo (1917), La rana viajera (1920), Aventuras de una peseta (1923), Sobre casi nada (1928), Sobre casi todo (1928), La ciudad automática (1932), Haciendo de República (1934), Esto, lo otro y lo de más allá (1945), Etc., etc. (1945), Playas, ciudades y montañas (1947), Mis páginas mejores (1956), Ni fuh ni fah (1957), Millones al horno (1958), Londres (1959), Paisajes, gentes y cosas (1962) y Páginas escogidas (2003) son lienzos helénicos, cuadros velazqueños, álbumes deliciosos y divertidos, versos libres de la vida, que inspiran las frases más lúcidas en la honda emoción de un volumen en octavo. ¿Y La casa de Lúculo o el arte de comer? El lector siempre guarda en el paladar de la memoria el regusto de un ensayo gastronómico, envuelto en un énfasis humorístico y bienquisto.

La brevedad calculada, la arquitectura de los enunciados y su matemática sintaxis son prosa de puro añil en la mitología de un pasado. Un libro de viejo era para él la joya bibliográfica que escruta el tiempo y la memoria junto al Botánico. Un legado que observa las horas que hemos pasado junto a los andenes, recordando el enunciado de Clemenceau: «¡Es tan hermoso el libro que se lee por la ventanilla del tren!». Porque Camba fijaba las palabras como si fueran sintagmas interfoliados, junto a la estatua de Baroja, tocado con su boina, o a la de Claudio Moyano, con un tomo entre las manos. Conocía todos los secretos de la lengua española, como la música de Beethoven, Mozart, Wagner o Bach, su íntimo don. Decía en trescientas palabras lo que pretendíamos hallar en volúmenes viejos y nuevos como infatigables bibliófilos. Escribir con la dulce complicidad que tienen los segundos es un misterio, que encuentra su sentido en la primera mirada a la noche que desciende, íntima, inmediata. ¿Quién dice que el artículo y la literatura no deban parecerse en sus manuscritos a la infinitud de Alonso Quijano, de Fígaro o de Camba? La hondura y la pureza de un párra­fo tras otro renacen como el amor intenso que sentimos por los libros de los viejos anaqueles. Aquellos que huelen a volumen, con las tapas y el lomo cubiertas con piel de cordero curtida, tintes de color castaño y decorada con jaspe salpicado. O aquellos otros, en papel especial en verjurado; en pliegos cosidos con hilo vegetal, cantos dorados con oro; encuadernados en piel con hierros dorados y piel con nervios, los cuales guardamos en el viejo estuche.

Serena, como la noche frayluisiana, llega la lectura de las primeras ediciones de sus obras, sin que nos olvidemos del cuento El destierro (1907) y la novela corta El matrimonio de Restrepo (1924). Las tertulias de los Amigos de Julio Camba, excelencia de la oratoria, en el nombre del eximio articulista, que tenían lugar en el restaurante Casa Ciriaco, en el n.º 84 de la calle Mayor de Madrid, eran la literatura de una biografía dialogada y renacentista. La labor de las editoriales Plus Ultra, Libros del Si­lencio, Alhena Media, Rey Lear, Ediciones del Viento, Reino de Cordelia, Destino, Pepitas de Calabaza, Libros del K.O., Fórcola y Renacimiento, ade­más de Cátedra y Gredos, al rescatar una obra tan dilecta, ha sido luciente y proverbial, como si hubiera recordado la renombrada imprenta de Ibarra, cuando editó el Quijote en 1780. Pero la obra de Camba no se puede entender sin Austral, de Espasa Calpe, la primera colección de bolsillo en la lengua española, en rústica, con sus cubiertas blancas y sus sobrecubiertas en varios colores, dependiendo del género, que surgió en la delegación de la editorial en Buenos Aires. El primer título de la colección, creada en 1937, tan apreciada en la historia de la edición en España, fue La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, al precio de 1.50 pesetas. La colección cuidó con detalle el diseño: cubiertas blancas y una sobrecubierta de diseño cromático no figurativo. El color, según fuera narrativa, poesía, ensayo o ciencia y técnica, variaba. El catálogo servía «para realzar la estatura de aquellos a quienes les queda un poco alta la mesa del comedor», dijo Camba. ¿Cuántos artículos escribió el preclaro pontevedrés? Más. Muchos más de los tres mil quinientos o cuatro mil, aproximadamente, que se han documentado.

«Ni completa­mente en serio ni completamente en bro­ma». Así era Camba, quien filtra la vida tejiendo y destejiendo los hábitos del tiempo en sus artículos. Universales, ya para siempre, en las páginas escogidas de la len­gua de Cervantes y Neruda, de Quevedo y Borges, de Larra y Umbral. Robusteció y engrandeció el español es­crito en los periódicos como si estos se encuadernaran en pergamino para depositarlos en la biblioteca de don Quijote y de los cervantistas. Alguna semblanza del gran Camba parecía la de un bibliófilo husmeando las primeras ediciones en la Cuesta de Moyano o un buquinista en los muelles del Sena. Fotografiar la realidad social y política, con tanto ingenio, era como leer un poema que viaja en el tiempo hegeliano. El periódico que tenía la firma de Camba respiraba la eternidad del artículo en la soñada ventura que sentimos al encontrar un primor bibliográfico. Con Camba, la prosa castellana es el caudal por donde fluye el matiz supremo de las cosas. Permanezca su nombre en las letras de oro del idioma. Como aquella frase simbólica y emotiva, entre el papel y la tinta, que pronunció poco antes de morir: «Hermosa es la vida..., pero se acaba...». Camba, uno de los últimos mohicanos de la alta literatura en papel de periódico, junto con Azorín, Pla, Chaves Nogales, Corpus Barga, Maeztu, Ortega y Gasset, Unamuno, Umbral, Vázquez Montalbán, Alcántara y el que tanto los admira: Manuel Vicent. Camba, con su pajarita: la inmortalidad del humor y de la anécdota El escritor en periódicos, que llegó a ser el mejor pagado de España. El escéptico que jugaba al billar, fumaba cigarrillos caldo de gallina, escribía a mano y comía bacalao a la ajada. Camba leyendo con su visera verde. O casi nada. O casi todo. Impecable. Impasible. Describiendo el mundo en el folio, preciso y definitivo.

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