El diablo en el cuerpo
Agosto es un mes diabólico | Crítica
Un año después de la muerte de Edna O’Brien, Lumen reedita una de sus grandes novelas de la primera etapa, donde la autora irlandesa dejó el temprano retrato de una mujer emancipada
La ficha
Agosto es un mes diabólico. Edna O'Brien. Traducción de Mireia Bofill. Lumen. Barcelona, 2025. 184 páginas. 17,95 euros
Inmediatamente posterior a la trilogía que inició Las chicas de campo (1960), seguida de La chica de ojos verdes (1962) y Chicas felizmente casadas (1964), la cuarta novela de Edna O’Brien, originalmente publicada en 1965, se sitúa al margen del ciclo pero no deja de estar protagonizada por una joven irlandesa que algo tiene que ver con sus personajes anteriores y con la propia autora, recurrente motivo de escándalo entre sus piadosos paisanos. No en vano su consagración como una de las grandes narradoras de su tiempo se debió a su retrato de mujeres enfrentadas a la reprobación moral, el aislamiento, la soledad y el desamparo –“ese es mi territorio, y lo conozco por dura experiencia”, le dijo a Philip Roth, gran admirador de su obra, en una famosa entrevista– que siguen adelante pese a los daños y las dudas. Agosto es un mes diabólico –adjetivo que traduce el wicked original– narra a la vez una especie de descenso a los infiernos, por abundar en el campo semántico del título español, y una trágica historia de liberación que discurre por caminos alejados de la sentimentalidad o la santificación inversa.
“Tenía veintiocho años y una piel de melocotón, y era una mujer libre con largas piernas esbeltas y una abundante cabellera indómita, color de otoño”: de esta forma deliberadamente meliflua, como parodiando su mezcla de osadía e ingenuidad, describe la narradora a su protagonista, Ellen Sage, que vive separada de su marido desde hace dos años y compagina el cuidado compartido del hijo común con su trabajo en “una pequeña revista dedicada al teatro”. No acaba de encontrarse en Londres, su último amante no da señales de vida y aprovecha una excursión campestre del niño con su padre para irse de vacaciones a la Riviera Francesa. Es el escenario donde la joven –“el viaje era su salto a la depravación”– planea aventuras con desconocidos, en una zona mitificada que hacia mediados de los sesenta revivía el esplendor fitzgeraldiano de anteguerra, sumando a las ya clásicas delicias de la Costa Azul la nueva imaginería de la era pop. Sus ensoñaciones, sin embargo, se traducen en encuentros infructuosos que no mejoran cuando entra en contacto con la pintoresca troupe de un actor norteamericano. En parte deslumbrada, pero también con recelo, conoce junto a ellos los equívocos fulgores de la dolce vita.
La escritura afilada de O’Brien hace gala de una franqueza emocional insólita
Entre los episodios simbólicos que pueden avanzarse, está el desprendimiento ritual del anillo de boda, arrojado al mar, que incide en esa necesidad de romper ataduras aunque la propia Ellen sepa que no basta con prescindir de los signos externos. Educada “para creer en el castigo”, le asaltan recuerdos agridulces de la niñez campesina y tiene conciencia de “los oscuros orígenes de sus terrores”, surgidos en una atmósfera represiva que de algún modo no ha dejado de acompañarle, propiciando ese “ciclo de deseo y amor y dolor y remordimiento”. No es que se redescubra en el curso del relato, pues ya se conoce, pero si al comienzo del viaje albergaba unas expectativas desmedidas –“ansiaba ser libre y joven y estar desnuda con todos los hombres del mundo y que ellos le hicieran el amor, todos a la vez”–, a la vuelta e incluso antes, tras varios desengaños y un golpe brutal, comprende el alto precio que puede conllevar la independencia.
El erotismo de O’Brien muestra a la vez el supremo placer del sexo y su reverso banal, a veces crítica o irónicamente, como cuando hablando de Ellen se refiere a “sus propios patéticos esfuerzos de perversión”. El diablo en el cuerpo, por decirlo con la acuñación de Radiguet, tiene aquí algo burlesco que no encaja con la lectura en clave redentora. La novela traza el complejo retrato de una mujer que no se presenta como heroína –lejos de la moraleja ejemplarizante– ni opone a los valores tradicionales un discurso alternativo, una mujer que no es estilizada máscara sino encarnación real y por ello contradictoria, fuerte o vulnerable según los casos. La escritura precisa y afilada de O’Brien, vivaz en los diálogos y lírica o sarcástica en las descripciones, hace gala de una franqueza emocional insólita, exenta de corrección entonces y quizá también ahora.
Mujeres solas
Suele citarse la tardía supresión de la censura que pesaba sobre El amante de lady Chatterley, decretada el mismo año de publicación de Las chicas de campo, como oficiosa fecha de inicio de la revolución sexual de los sesenta, de la que D.H. Lawrence fue precursor más que notorio. La manifestación expresa del deseo femenino y el ejercicio de una maternidad no abnegada, del que también se trata en Agosto…, suponían un doble desafío, una muestra tanto más grave de impudor cuanto que identificaba los mecanismos de dominación: “El gran lavado de cerebro comenzaba en la infancia. Oculto entre las líneas del catecismo que propugnaba la castidad para las mujeres, se encontraba el mensaje secreto de que un hombre y el cuerpo de un hombre eran el verdadero propiciador absoluto”. La prohibición de las novelas de O’Brien permite asociar su caso al de su admirado Joyce, como una Nora Barnacle –decía también Roth– que se uniera al linaje de los escritores denunciados. En un momento de la novela, Ellen, endurecida, según su propia impresión, brinda por las “mujeres solas” y especifica: “libres de la compañía de hombres por los que tener que competir”. Más adelante, corrigiendo a una interlocutora y rival que carga contra la institución, afirma: “No es el matrimonio, somos nosotras”. La liberación no se presenta como feliz conquista, sino como doliente y lúcida conciencia de habitación de la intemperie.
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