Cultura

El alma de un creador

  • La colección permanente del Museo Picasso Málaga brinda una oportunidad clave para la inmersión en el vasto mundo del artista

Si ya desde su inauguración, como en cualquier otro centro de arte del mundo, la colección del Museo Picasso Málaga venía siendo su primera carta de presentación, a partir de marzo de 2017 pasó a convertirse en algo más importante. La ampliación y renovación a la que fue sometido el legado entonces trascendió con mucho el mero escaparate hasta abrazar una oportunidad brindada para la inmersión en uno de los mundos creativos más vastos, complejos, enciclopédicos, ambiciosos y a la vez esclarecedores de la historia del arte.

Durante ocho décadas de trabajo ininterrumpido, y con un ritmo de producción a menudo frenético, Picasso lo inventó y lo destruyó prácticamente todo, se negó a sí mismo y se reafirmó en incontables ocasiones en todos los registros a los que se asomó, fue el más clásico y a la vez el más vanguardista hasta extremos radicales, rechazó todas las etiquetas (del cubismo al surrealismo) para que nada le fuera ajeno y mantuvo una intuición pura respecto al siguiente paso con una vitalidad sorprendente: por ejemplo, a sus más de 60 años, cuando ya había atesorado toda la fama y todo el dinero, a una edad en la que la mayoría de los artistas empiezan a vivir de las rentas, Picasso descubrió las posibilidades expresivas de la cerámica y emprendió una de las aventuras artísticas más fascinantes de su tiempo con las manos manchadas de barro.

Y es esta intuición la que impulsa e inspira el contenido y la exposición de la colección permanente, especialmente desde el año pasado. Entonces, a las 233 obras de Picasso que nutrían la colección (acrecentada a través de diversas ampliaciones desde las 150 con las que el legado vio la luz en 2003) se incorporaron otras 166 cedidas en comodato por la Fundación Almine y Bernard Ruiz-Picasso para el Arte, un impulso que contribuyó definitivamente a consolidar la posición del Museo Picasso Málaga entre los centros picassianos de referencia y a subrayar su ya notable interés turístico. Las salas reservadas a la colección permanente pasaron a exponer 120 obras en rotación, en un espacio también renovado a través de la incorporación de las últimas tecnologías de iluminación merced a la colaboración de la Fundación Endesa. Organizada en orden cronológico desde 1892 hasta 1972, la colección hace así al visitante partícipe de la experiencia, en estrecha complicidad con el artista.

Este legado se distribuye actualmente en 12 secciones debidamente conectadas que abordan desde los primeros trazos del Picasso niño hasta sus últimas obras, algunas de ellas realizadas poco antes de su muerte: Aprendiendo a pintar, El retrato como espejo, Olga y la belleza mediterránea (recientemente incorporada), La aventura del cubismo, El inconsciente y la escultura, Mujeres, musas y máscaras, Transformando la materia, Europa: años de conflicto, Artes populares y mitologías privadas, Bestiario, Dibujar como un niño y Pintar el Siglo de Oro.

Entre las obras más tempranas, el familiar Retrato de Lola (1894) permite advertir la precocidad del artista a la hora de depurar su técnica. En 1907, el mismo año en que puso boca abajo el mundo artístico con Las señoritas de Aviñón, era un artista pleno de facultades el que se retrataba a sí mismo en Cabeza de mujer, anticipándose al hacer un juego de la confusión de géneros. Restaurante (1914), un óleo recortado y pegado sobre un cristal, revela hasta qué punto los formatos tradicionales se le quedaron pequeños al artista.

Uno de los emblemas de la colección desde su llegada el año pasado es Las tres Gracias (1923), resultado del hallazgo del mundo clásico que Picasso hizo en su primer viaje a Italia y que luce acompañado de diversos bocetos del mismo motivo. En cuanto al cubismo, concebido no tanto como un género en sí mismo sino una estrategia para desasimilar otros, Fernande con mantilla (1906) remite al arte antiguo, mientras que Botella sobre una mesa (1912) prescinde aún del collage y recurre a unos trazos elementales para sugerir la capacidad organizadora de la geometría en la percepción.

Prefiguraciones femeninas como la bellísima La siesta (1932) y Bañista tendida (1931) demuestran que Picasso nunca comprendió bien el surrealismo o, con más seguridad, nunca se interesó demasiado por sus postulados. La sección Mujeres, musas y máscaras avanza ya algunos elementos totémicos y de hecho cuenta con algunos cuadros de carácter fundacional como Busto de mujer apoyada sobre un codo (1938), fenomenal estudio de compenetración entre anatomía y personalidad.

Aunque tal vez donde más cabe disfrutar es en la sección Transformando la materia, que contiene la esencia de toda la colección. En Dos mujeres (1934), enésima evocación de Marie-Thérèse Walter realizada en carboncillo sobre lienzo, las formas geométricas y orgánicas comulgan en una armonía de rara placidez y abre un paisaje prodigioso sobre las capacidades míticas del propio Picasso: hacer el mundo es transformarlo, mutarlo. Así, el Retrato de un niño (1956) está pintado sobre una teja de arcilla roja, mientras que la Niña pequeña (1948) aparece materializada en tres planchas de arcilla blanca cocida, en una impagable demostración del sentido del humor picassiano. La Cabeza de toro (1942) da más rienda al juego con el sillín y el manillar de una bicicleta en tan bestial disposición. Cuando crea, Picasso es Dios, es consciente de ello y, lo más importante, se lo pasa en grande.

Como explica José Lebrero, director artístico del museo, "este conjunto de obras transmite el rigor y la capacidad creativa de un artista incansable e insondable; al mismo tiempo, manifiesta la grandeza de quienes afrontan el sesgo (sentimiento) dramático de la existencia recurriendo a lo grotesco, exagerando o distorsionando la apariencia. Picasso sienta en la misma mesa a los dioses y a los pordioseros, alienta a la mediocridad a comer del talento y nos propone esbozar una sonrisa allí donde habitan las lágrimas".

Para culminar este empeño, en fecundo diálogo con el espectador, el inquietante Mosquetero con espada, que Picasso pintó en enero de 1972 a modo de homenaje a la tradición pictórica del Siglo de Oro, parece ofrecer su arma al propio artista: de alguna forma tendrá que defenderse en el último tramo de su vida. Picasso se confiesa así en esta colección en lo más íntimo. Y su genio perdura, intacto.

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