¿Qué es lo que pasa con esa Jane Austen?

250 aniversario de Jane Austen

Mark Twain y Charlotte Brontë odiaban sus libros, Nabokov y Chesterton los amaban. Hoy, la autora conserva un afilado sentido del humor que funciona a la perfección en el cine.

Kate Winslet y Emma Thompson, en 'Sentido y sensibilidad'.
Kate Winslet y Emma Thompson, en 'Sentido y sensibilidad'.

“¿Qué hay en ella, de qué va todo esto?”, se lamentaba nada menos que Joseph Conrad a nada menos que H.G. Wells. El universo austenita le quedaba muy lejos. Igual le ocurría a Mark Twain, a quien los escritos de lo que se le debía antojar como una tía abuela afectada le causaban alergia. Una desafección que no es exclusiva de algún tipo de complejo testosterónico ante un aluvión de muselinas. Charlotte Brontë no diferenciaba sus historias de una merluza en la pescadería: no encontraba nada “vivo” ni “cálido” en ellas.

En parte, los entiendo a todos. Imagino que has de picar el anzuelo, y lo mismo se te escapa entre prejuicios, jóvenes casaderas y un lenguaje que, si es algo, no es directo. Pero, para mí –y como diría el versículo– su corazón está embotado, sus ojos no ven, y sus oídos no oyen. En un intento de equilibrar la balanza, puedo decir que Austen sí era gran favorita, por distintas razones, de Nabokov, de Chesterton, de C.S. Lewis.

A mí, Jane Austen me cautivó porque es malvada. Es aguda, es hábil, es ocurrente. Te lleva de la mano de sus personajes a un terreno psicológico que no te esperas. Yo llegué por la afectación, lo confieso, y me quedé por el punch. O por el punk. Todo lo punk, claro está, que una autora nacida hace 250 años puede ser. Desde la barrera de las diatribas de unas señoritas de provincias, el decorado de baile de debutantes que ella misma levanta sirve de marco a un carrusel de personajes mucho más desolador. Y unas preguntas mucho más inquietantes: ¿el amor es empecinamiento? ¿es una trampa? ¿hasta qué punto influye la conveniencia económica? ¿dónde quedan todas esas proclamas que se venden a las jovencitas en la miríada de matrimonios desgraciados que, más que probablemente, Jane Austen notariaba? ¿dónde quedaba la inocencia, tan altamente proclamada, cuando el mercado de pretendientes era una cacería? Y una cacería de la que dependía, ella lo sabía bien, la supervivencia.

LAS RECETAS DE TÍA JANE

Las obras de Austen revelan cómo la pretensión romántica y económica pueden llegar a ser versiones de una misma cosa. Debió pensar bastante sobre el tema, habiendo escogido ella misma salirse del juego de las sillas: Jane Austen dejó plantado a su prometido tras haberlo aceptado. “Aunque la pobreza sea horrible –reflexiona la Emma de Los Watson–, ninguna mujer debería casarse con un hombre sólo por interés. Yo antes sería maestra en cualquier colegio, y no puedo pensar en nada peor”. Las heroínas de Austen resultaban ser, de hecho, bastante revolucionarias: terminaban con compañeros que las entendían y amaban, como diría el Darcy de Bridget Jones (Helen Fielding no podía dar más pistas) tal y como eran. Es un paso de calidad importante desde las novelitas románticas que, se asumía, pudrían –muy convenientemente– el cerebro de las jovencitas de la época.

He mencionado antes lo descarnado de los personajes de Austen (algo que no esperas en ella, como el sentido del humor: tan actual que permite trasladar los chistes sin matices a los guiones de hoy día). No dejes que las palabras evocadoras te engañen. Una de las cualidades del casting literario de la única autora con mayor merchandising que Shakespeare es que uno tiene a sus favoritos, desde luego, pero eso no evita que ninguno te caiga del todo bien. Ninguno. No llega a la desolación de un Thackeray en La feria de las vanidades, pero digamos que no le va a la zaga. O, teniendo en cuenta la cronología, podríamos decir más bien que le abre camino. La vida es poliédrica y, al respecto, nosotros somos especulares. Pero duele ver cómo avanzan los grises de personajes que crees nobles, sensatos, inteligentes o bien intencionados. Eso tampoco te lo esperabas en las recetas de tu tía Jane.

‘CHICK LIT’ CON GALONES

Vayamos al principio. Y el principio oficioso fue La abadía de Northanger. Y nos cuenta una joven tía Jane: “Nadie que hubiera conocido a Catherine Morland en su infancia hubiera supuesto que su destino fuera ser una heroína (…) Su padre era un clérigo de nombre Richard, si bien no daba impresión de pobreza o descuido. Su madre era mujer de un rotundo sentido común. Había tenido tres hijos antes de que Catherine naciera, y, en vez de morir al traerla al mundo –como cualquier podría haber esperado– se las arregló para sobrevivir”.

Bien, ¿qué tenemos aquí? Pues tenemos el núcleo de todo lo que después sería Jane Austen: el tono digno de diplomacia de guantes blancos y el pellizco antes del punto más cercano; la crítica y la ironía rampantes ya desde el inicio, en una supuesta (revisamos notas) novelita de género para jóvenes. Su protagonista, Catherine, inició la adolescencia con gustos como el cricket, el baseball, montar a caballo y pasear por el campo. También le gustaba leer, siempre que se tratara de novelas: un tipo de narrativa que era visto como “menor” y que había ido adquiriendo progresiva mala fama debido a su influencia en la mente de las chicas, raptadas por las ensoñaciones románticas –el peligro de esto era la obcecación de ver en el matrimonio algo distinto de un acuerdo comercial, no fuera a ser que buscaran susodicho amor en otro lado, o se les ocurriera pensar que las iban a tratar como a iguales–. Catherine Morland aún leía novelas románticas a los 17 años, una costumbre que –se nos hace entender– la lleva a interpretar el mundo desde un delirio brumoso, cuando la realidad resulta ser mucho más pedestre –y menos interesante–.

Jane Austen, que escribió esa novela antes de llegar a las dos décadas, también había sido una adolescente criada en pleno furor de las novelas góticas, que triunfaban con Ann Rathcliffe como referente. Entre 1784 y 1818 –nos recuerda la edición anotada de La abadía– se publicaron no menos de 32 novelas que incluían esa palabra en el título, por no hablar de otras que tiraban de convento, monasterio, priorato, abad, fraile o monja. Antes de esta obra, los primeros textos de Austen seguían a pies juntillas (aunque con una exageración kitsch que ya anunciaba la autoparodia) la moda de la época. ¿Son las novelas de Jane Austen historias románticas para jovencitas? Podrían serlo, en la misma medida en que Gringo viejo es una novela del oeste.

Ya recién salida del furor adolescente, Austen no muestra especial ensañamiento con esa chick lit temprana: al fin y al cabo, se había nutrido de ella. Un género que recibía críticas porque llevaba implícito un mensaje que el imperativo social aún no había sabido deglutir: lo haría, poniendo al amor romántico como objetivo trascendente del sacrosanto matrimonio –algo a lo que contribuyó la propia Jane: ¿en qué lugar iba a colocar, si no, a sus heroínas?–. Las novelas de Austen replicarían, mejorándolo, el código de la chick lit primigenia; el mensaje que iban a transmitir sería, desde luego, significativamente distinto: aun con el amor como broche feliz –no iba a traicionar a su público–, aparecía una nueva línea que alteraba en gran medida el programa original. Y esa nueva línea de código decía: no te vendas. Mantén tu dignidad, más allá de los cuentos de hadas.

stats