Confieso que he soñado muchas veces que marcaba goles en campos lustrosos y ante miles de personas, aunque ni siquiera puedo llegar a considerarme en la categoría de futbolista frustrado. Ni me acerco, vaya. Mi impericia futbolística ha sido patente siempre, a lo que han de añadirse otros factores colaterales como sobrepeso, miopía, astigmatismo, pies cavos o una pereza incapacitante, entre otros. Y 'probé', eh, como yo creo que casi todos los chavales de mi generación. Me apunté al equipo de mi pueblo y aquel verano incluso jugué un amistoso contra los del pueblo de al lado, pero fui suplente y creo recordar que ni toqué la pelota. Luego colgué las botas. Mis amigos, en cambio, me recuerdan con frecuencia aquella tarde de 'Mundialito' en la placeta, cuando ya estaba anocheciendo y confundí el balón con una bolsa de plástico, a la que perseguí entre la hilaridad colectiva, mientras me sentía inusitadamente desmarcado.

Sin embargo, es tan mágico el fútbol, es tan grande, que cuando yo tenía justamente la edad juvenil me ofreció una experiencia vital que guardo con enorme cariño y que jamás olvidaré: un año en la División de Honor. Yo no jugaba, claro. Por entonces empezaba mi camino periodístico y acumulaba horas de vuelo en los medios locales. El equipo de mi pueblo firmó un temporadón en Liga Nacional Juvenil y me tocó cubrir el partido del ascenso, en el campo del Puerto Malagueño. Aquel día los 'míos' subieron y pocos meses después me 'empotré' en el equipo, en su estreno en División de Honor. Cubrí para radio y periódico todos los partidos, dentro y fuera de casa, como un miembro más de la plantilla. Y acabé, claro, siendo amigo de todos, que aquel año terminaron por considerarme uno más del equipo. Más de una charla del míster antes de salir a jugar la viví desde dentro, de hecho. Alguno de aquellos chavales de mi edad llegaron a vivir algún tiempo del fútbol en categorías intermedias, aunque ninguno pudo alcanzar la elite. Todos, eso sí, lo pasaron en grande. Incluido yo, que no toqué ni un balón.

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