Me topé con ella de casualidad. A pesar de vivir relativamente cerca, no fue hasta un sábado al mediodía cuando buscaba desesperado un sitio que estuviese abierto a esas horas para que me pelasen y también afeitarme la barba al haberse roto la maquinilla que tenía en casa. Local amplio y cómodo el de ZPO (en la calle Madrid), no hay día en el que el jefe, un marroquí muy amable no te ofrezca un café o te pregunte por la actualidad del Almería. Integrados en la ciudad, una bufanda del conjunto almeriense preside el local, estando siempre atentos sobre el fichaje de turno que ha realizado la entidad rojiblanca. Trabajadores humildes y simpáticos con los que el poder del fútbol hace entablar conversaciones sobre la pelota en cada visita a pesar de que a algunos de ellos no les guste demasiado el deporte rey. Alejados del aficionado fanático con poca capacidad crítica, la pasada semana celebraban el histórico puesto logrado por Marruecos en el Mundial, aunque siempre con un espíritu de deportividad y con una sonrisa en la boca.

Quien haya tenido la suerte de viajar sabe que el balón es lo que une a los pueblos y hace posible entablar conversaciones por mucha diferencia de cultura que haya. Gracias al fútbol conocí a mi amigo Mada Bercea, yendo dos veces a Rumanía para verle en acción antes de que colgase las botas y se pusiese la sotana para servir a Dios. También a Georgi Filipov, delantero por el que me escogía a Bulgaría en el Pro Evolution Soccer. O a Aziz Ndiaye, con el que compartí una fiesta del cordero y algún que otro encuentro de Senegal en la Copa de África. Esa es la magia que se puede vivir en cada Mundial o Eurocopa, eventos que superan a cualquier competición de clubes por mucho que en España nos avergüence coger la preciosa bandera y sentirnos españoles.

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