Uno de los ideales básicos del proceso educativo, al menos en los niveles superiores, es que los alumnos aprendan a pensar por sí mismos, que sean capaces de elaborar ideas suyas y no cedan a la tentación de abandonar cómodamente toda actitud crítica. Ese objetivo, creo que fundamental, parece no estar cumpliéndose. La experiencia nos muestra que la mayor parte de los jóvenes no desean tener pensamientos propios porque están convencidos de que eso genera problemas, exige un esfuerzo casi siempre doloroso y, al fin, acaba separándoles de los demás. Entienden mejor opción vivir al día, aceptar sin reparo lo políticamente correcto como senda que los llevará al éxito.

En esas condiciones, hay dos características que definen a la actual generación. De una parte, la superficialidad; de otra, su aversión a todo compromiso. Convencidos de que cualquier relación social ha de ser efímera y sabedores de que las respuestas personales terminarán enfrentándoles al pensamiento único, prefieren sobrevivir en el mundo virtual de las redes. Demasiadas veces no les importa quienes son, sino qué se dice de ellos en internet y cuantos contactos tienen.

Obviamente ese modo de entender la existencia les convierte en vulnerables, en presas fáciles de un poder que coarta su libertad, que les manipula y les impide llegar a ser personas que acepten y respeten su verdadera dignidad. Por supuesto que hay excepciones. Pero son sólo eso, excepciones. Existen ya, incluso, centros (la Universidad de Austin en Texas, por ejemplo) cuya oferta diferenciadora consiste en adiestrar a sus discentes en la búsqueda de la verdad y en alejarles de las nociones prêt-à-porter.

Es ciertamente peligroso –para cada uno y para la sociedad en general– que la gente joven haya renunciado a pensar. Como señalara Hannah Arendt “el mal radical tiene que ver de alguna manera con el hacer que los seres humanos sean superfluos en cuanto seres humanos”. Así, son las modas y las opiniones difundidas por los medios de comunicación las que acaban moldeando sus mentes y robándoles la auténtica libertad.

El problema no tiene fácil solución. Estos, que serán nuestros líderes del mañana, se crían apesebrados en cálidos rebaños. Habrá que seguir solicitando de padres y profesores el ánimo y la valentía de procurar revertir una dinámica tan empobrecedora. De su logro o de su fracaso depende, al cabo, el signo de un siglo que, hoy por hoy, apunta a perdido.

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