Por montera
Mariló Montero
Vox y Quasimodo
RELEO, con deleite y gozo, el discurso de Vargas Llosa en la recepción pública en la RAE, el quince de enero de mil novecientos noventa y seis. Así como la contestación de Camilo José Cela. El tema: «Las discretas ficciones de Azorín». Crece, de este modo, mi admiración por el escritor de Monóvar y, en particular, por su obra periodística. ¿No es en el fondo y en la forma periodismo todo lo que escribe el insigne Maestro de las letras hispanas? Hacer llegar al lector de periódicos la literatura del Siglo de Oro con tanta claridad y dilección es una oda al idioma. Leyendo los artículos, publicados en el ABC, sobre Cervantes, se paladea el cervantismo -valga la reiteración, si se me permite- como se paladea un gin-tónic en una taberna de Londres, hablando en español. Garcilaso, Cervantes, Quevedo, Vélez de Guevara, Fray Luis de León, Fray Luis de Granada. La literatura medieval. Con la radiante luz que tienen las páginas escogidas.
Vargas Llosa descubre a Azorín, explorando su prosa con el fonendo de un análisis, que también -me atrevo a decirlo- reúne lo mejor del periodismo. Con esa síntesis que posee la lengua cuando una y otra y orilla se estrechan la mano. El texto del Nobel peruano es una pieza antológica y un monumento a la universalidad. Un escrito, cuya consulta es obligada para quienes quieran conocer los secretos de la expresión; aquellos que se guardan en el arca, siempre a la expectativa, de los orígenes del idioma. Siglo a siglo. Y, quizá, párrafo a párrafo en el punto y aparte de la columna y de la crónica. En el esplendor de su nacimiento. En la odisea de su historia. Como letras grabadas en la portada de los tiempos; recitadas aquellas en el zaguán de las pensiones madrileñas, después de haber tomado un plato caliente, cuando llegaba la nómina por los artículos publicados el último mes. La descripción, la observación, el tino, la palabra como símbolo de sí misma, por encima de la gramática. Los titulares, como soplo de vida en los mismos pulmones de la existencia. Siendo la madrugada la hora en punto para escribir la soledad.
Quedaba pendiente la respuesta de Camilo José Cela. El Nobel gallego indaga. Reflexiona. Escudriña. Percibe la grandeza que hay en lo que ya ha dicho Mario Vargas Llosa. Porque ambos coinciden en que Azorín es una pluma prodigiosa. De las más grandes de la literatura española. Sobre todo, cuando caligrafía el estilo en las arterias del periódico con misterio y enigma. Tres genios de la escritura en español. Quienes no olvidaron nunca que la literatura no puede caminar sin mirar de reojo el artículo en la misma esencia de la metáfora. Pues en esa fugacidad está precisamente la perpetuidad de las palabras. Su evolución. Su eminencia. Su trascendencia. Voy a seguir leyendo (y también releyendo) la obra de José Martínez Ruiz. Convencido, como estoy, de que en estos tiempos, donde los mediocres presumen de unos méritos robados y maquillados, estos textos son una referencia insustituible.
Acaba de empezar el día. El paisaje mediterráneo, pletórico de alegría becqueriana y sol, reivindica la excelencia de las contraportadas de los periódicos españoles. La nueva monarquía ha dado sus primeros pasos. En el interior. Y en el exterior. El tiempo azoriniano hablará en el momento justo. El CIS muestra los resultados de su encuesta. La política reduce la velocidad en el calor de agosto. Las réplicas y las dúplicas están de vacaciones. Volverá septiembre. Y, entonces, será el momento de volver a leer las crónicas parlamentarias del ilustre monovareño. Para citarlas y ponerlas como ejemplo de lo que puede y debe ser el guion de aquel recuerdo. Y de aquel tiempo buscado, que no es precisamente el de Proust.
Entre 1902, año en el que comienza la Segunda Restauración, y septiembre de 1923, inicio de la dictadura de Primo de Rivera, Martínez Ruiz publicó casi novecientas crónicas. Las cuales recogió en «Impresiones parlamentarias», «Impresiones senatoriales», «El retablo parlamentario», «Ante el Parlamento», «Anales de un diputado», «Diario de las Cortes», «Tópicos parlamentarios» y «Parlamentarias», como señala José Ferrándiz. Fue diputado en 1907, por el distrito almeriense de Purchena. En 1914, por el de Puenteáreas en Pontevedra. Y en 1916, 1918 y 1919, de nuevo, por otro distrito de Almería: Sorbas. Caligrafiando la política. Aun sabiendo que su destino estaba escrito en la vereda que media entre la literatura y el periodismo. Siguiendo el caudal de la respuesta que albergan las palabras, cuando las hacemos nuestras.
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