Por montera
Mariló Montero
Vox y Quasimodo
E L subconsciente colectivo de la gente de Almería está atravesado por plazas y barrios de esta ciudad donde sus calles fueron en un tiempo lugares iniciáticos de juegos de infancia, espacios donde duermen las sensaciones y sentimientos que conforman hoy la memoria de la ciudad, hasta que el crecimiento urbanístico y el tráfico de las calles dejan de ser un sitio seguro y los niños son expulsados de su paraíso.
Entonces, el ayuntamiento resolvió la falta de espacio público con aquellos aburridos parques prediseñados que se instalaban, como hoy los pipican, en rincones sobrantes de la ciudad sin tener en cuenta que la imaginación de un niño es una fuente de energía inagotable. Así, crecieron parques infantiles por doquier donde los niños conocieron el aburrimiento, pero los padres ganaron en seguridad y protección controlando sus miedos
En los noventa apareció una persona privilegiada que fue capaz de montar juegos para la infancia en el interior de su espíritu, ante la adversidad de aquellas calles sin niños. Armó de sueños las necesidades de niños y adolescentes y Manolo Páez fue el gerente creador del primer Chiquipark en el corazón de Almería porque entendió, como el poeta Rainer María Rilque, que la “auténtica patria de un hombre es su infancia”.
Desde entonces varias generaciones de niños han crecido en aquel nuevo orden del Chiquipark y aprendieron en su tobogán a deslizarse cantando las canciones de Miliki o las de Bom Bom Chip, que eran gamberras y divertidas; aprendieron a patinar en aquel circuito con una pizza en la mano mientras relamían deliciosos chuches fancy ring pop o crazy dips que se les clavaba en la punta de la lengua con una deliciosa acidez. Y hasta fue capaz de crear espacios de realidad virtual en cinco dimensiones para los mayores, mientras los pequeños descargaban adrenalina en aquellos nuevos retos.
Han volado casi tres décadas, pero queda la memoria de quien fue el primero en comprender que los juegos infantiles fueron el gran educador social en aquella Almería que empezaba a ser una isla sin palmeras, un mundo rodeado de asfalto, edificios de pantalla frente al mar y un mar de rostros que se perdían a lo lejos donde nadie conocía a nadie.
Todo ha cambiado, excepto los recuerdos con los que puedes volver a aquellas calles en sepia de la Almería de los noventa, antes de que el Chiquipark de Manolo Páez devolviera los sueños a miles de niños.
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