En Algeciras están registradas hasta ciento veinte nueve nacionalidades distintas en el padrón. Ese número indica muchísimas cosas; pero, sobre todo, una: ¡es extraordinaria la capacidad de organizarse que tienen las sociedades humanas en torno a proyectos colectivos desde su diversidad! Cuando se creó la UAL, allá por septiembre de 1993, de entre sus más de doce mil estudiantes, estaban matriculados jóvenes de todas de las provincias españolas, salvo de una. Esa es la realidad de la sociedad en la que estamos.

Mientras que la Ciencia sigue profundizando en la Eva mitocondrial y el Adán cromosómico, esa evidencia genética que sitúa el origen de la especie humana en África, existe una nada despreciable parte de la sociedad que no sólo no usa la cabeza para reflexionar, sino que la usa para arremeter contra quienes señala como diferentes y peligrosos para la convivencia. Por eso, la imagen que hemos recibido de abrazos entre dirigentes de la Iglesia católica e imanes musulmanes después del asesinato de Diego Valencia Contreras (también fue hijo de madre), es significativa de lo que queremos que sea nuestra vida en sociedad: un encuentro en el que brille la concordia y la reparación muy por encima del señalamiento y el odio.

Por eso, usar hechos tan lamentables para poner el foco en las diferencias es ser un traidor a la causa humana. Y quien así lo viva, ha de hacérselo ver: si ante este hecho, la solidaridad con la familia en el duelo por la pérdida de su ser querido se ve sobrepasada por el odio focalizado en un colectivo, ahí tienes que trabajar a fondo para que se recupere esa parte inhumana que habita en tu persona. Porque no se nos puede llenar la boca de Dios cuando en nuestro corazón no cabe el Hombre, todos los hombres: mujeres, varones y demás nacidos de mujer. Porque no se puede ir corriendo a Algeciras sino para fundirse en un abrazo colectivo con todas las personas que allí viven, cada día, para seguir siendo personas con dignidad.

Matar en nombre de Dios es no haber comprendido nada: disponer de la vida del prójimo es injustificable desde cualquier religión; quienes lo hacen, andan muy despistados. No han descubierto los valores humanos derivados del valor central y absoluto: el amor al prójimo como a uno mismo. Por eso han sido tan de agradecer todos los gestos de perdón, más aún estos días como hemos visto: desde el párroco de Diego hasta el Papa.

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