Monticello

Víctor J. Vázquez

vvazquez@us.es

Enemistad pública

Hay mínimo común denominador de amistad pública, a despecho del abyecto

Gracias a González Viñas, pudimos leer al fin, hace apenas un año, ya revelado al castellano, el Glossarium de Carl Schmitt. Una obra que cierra el arcano intelectual y sentimental del pensador alemán, del jurista nazi. Sus páginas, como no podía ser de otra manera, confirman lo deslumbrante del ingenio del constitucionalista del III Reich, también su capacidad, no menos única, para odiar, digamos, después del Holocausto. No encontrarán pena o piedad, menos aún culpa, en quien escribía, ya entrada la década de los cincuenta, con una razón impertérrita, en su supuesta pureza, frente a la anécdota histórica de Auschwitz. Mas las notas de Schmitt se escribían aquellos años a contracorriente. Era el comienzo de un ensayo de fraternidad europeo y es fácil detectar también el desgarro que sentía aquel que, tras haber afirmado que la enemistad es esencia de lo político, tenía que sobrevivir en una realidad que rebajaba su razón al estatus de miserable sentimiento. Pero creer llevar la razón y odiar al desviado en consecuencia es, no se niega, la gran tentación de lo político. Los románticos fueron los primeros en verlo y nos plantearon así la vida como un conflicto entre poesía y razón. Huir a la poesía, mantenerse fiel a la existencia estética y escapar de todo lo demás fue la consigna de su rebelión. Un arte puro para una vida pura que salvara al hombre de la quiebra emocional de la razón política. La paradoja de este empeño fue que, sin quererlo, el romanticismo condenó a todo lo que surgió del arte por el arte, a lo que no quería tener que ver con la ruda vida mundana, al reino de la subversión, es decir, al de la política. El vanguardista, como el bohemio, desquiciará, desde su propio autismo y autorreferencialidad, no sólo a lo que se llamó moralidad burguesa, sino sobre todo a quienes, como el propio Schmitt, pusieron en práctica la tesis de que la única forma de superar la política en el Estado era eliminar al enemigo. Pero si un cuadro de Kandinsky, un poema ilegible de Mallarmé o una mancha de Pollock, hecha con toda la intención de no comunicar políticamente nada, fueron, a su pesar, actos políticos, estaría bien asumir, para nuestra esperanza, que ajeno a la política no hay nada, y que el heroísmo casual, la generosidad o la terca belleza en los gestos que hallamos aquí y allá no son ajenos sino constitutivos del reino de lo político en democracia. De un mínimo común denominador de amistad pública, a despecho del abyecto.

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