La Corona de la Reina

Epicúreos

La trama era análoga a una comedia romántica de sábado por la tarde con sofá y manta

Madrid, 21.00 de la noche. Nada podía salir según lo pactado porque nada estaba pactado. No entraba en los planes, ni ella lo buscaba, ni él la estaba esperando. Pero la esperó. En el andén. Con la paciente desesperación del que espera con esperanza. El ave fue puntual. Ella no. Un minuto después de la hora de salida, a lo lejos se escuchaba el motor del tren de alta velocidad que bordeaba Joaquín Sorolla. A kilómetros Chamartín parecía la calle Preciados en vísperas de Navidad. La trama era análoga a una comedia romántica de sábado por la tarde con sofá y manta. Faltaban las palomitas. El toque dulce lo pondrían los besos. Robados. Regalados. Permitidos. Deseados. Hicieron lo más difícil: encontrarse entre la multitud, verse entre tanta gente. Pero hasta los cientos de personas cargados de equipaje, quisieron evadirse para inventarse a solas. Quédate donde se alegren al verte llegar. La semicircunferencia que se dibujaba en sus labios dejaba de escaparte una sonrisa inmaculada. Perenne. Quédate ahí. Por un momento, por un día o para siempre. Quédate ahí. El color de su piel era más propio del mes de agosto que de un mayo en ciernes de barquillos por San Isidro. Se quedó. Se quedaron allí, permitiéndose el lujo de ser ellos mismos. Cualquiera que los observara afirmaría que llevaban años aguardándose en estaciones, agobiándose por el retraso injustificado en llegadas de Barajas. Ya no dejaron de sonreír. A pesar del miedo, siguen sonriendo. Me gusta tener miedo para poder superarlo. Me gusta que el pasado esté en venta. Me gusta la gente que lo intenta. La que bebe del agua que no iba a beber. La que se equivoca, vuelve a errar en el tiro y aun así, creen. La gente que hace reír y enseña a volver a confiar. La que saca la mejor versión de uno y obtienen lo mejor de ti. Me gusta. Mucho. Y coincidieron. De haber pasado más tiempo, el “te quiero” era propio del guión, pero la película apenas reproducía la primera escena. A pesar de todo, él quería y ella también. Y cuando dos quieren, alimentan un alma que habita en dos cuerpos. La banda sonora insinuaba unos acordes para bailar. Bailar lento, a escondidas. Bailar, al fin y al cabo. Un molinillo de viento se interpuso entre sus bocas. Casualidad, causalidad, suerte o destino. Con las manos entrelazadas, al margen de la realidad, continúan danzando sin detenerse a ponderar el compás del baile, sin pensar que a su alrededor todos son espectadores donde ellos son los únicos protagonistas.

Con R de Reina

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