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Querido amigo: No soy Cicerón, ni Séneca, ni Plinio el Joven, ni Pablo de Tarso, ni Boscán, ni Unamuno, en el momento de convertir el recuerdo en carta. Llegué a Almería en 1990. Me presenté al llorado profesor Antonio Escobedo, y allí, en las mesas de la sección departamental, estabas tú preparando una clase de literatura, ya que sustituías a Pepa Martínez. La narrativa de Luis Goytisolo levantó, bien pronto, la mano, para pedir su turno de palabra. Eras, como yo, un apasionado de la teoría literaria de Juan Carlos Rodríguez Gómez: un pensador, un creador, un nuevo Hegel. Todos decían que eran discípulos suyos: ¿con el fin de conseguir, como se demostraría después, la cátedra antes que el Maestro, una vez ejecutada la puñalada por la espalda? "Tu quoque, fili mi?". La conversación siguió con las teorías de Austin y Searle y prosiguió por los senderos que llevan a Chomsky y Barthes. Treinta y dos años después, la amistad perdura. Pero seguimos sin saber si el pergamino del tiempo es de Kant o de Proust. Y desconocemos aún si la duda continúa interrogando a Descartes. O no. Lo que sí percibimos es que la Poética de Aristóteles, como la música de Beethoven, dialoga con el presente, con la vieja (y la nueva: Perelman) retórica.
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