Exposiciones de bellas artes

Una camarilla de prebendados mediocres copan hoy todas las ayudas y privilegios

Las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes surgieron durante el reinado de Isabel II, en 1856, y se extinguieron en 1968. El mecenazgo emanado del poder de la Iglesia, mermado por las desamortizaciones, y el de la nobleza, desplazada por la burguesía, estaban de capa caída. Ello demandaba una protección estatal para los artistas y algún escenario donde poder mostrar su talento y llegar a un público interesado, cliente potencial. La solución, acaso la más democrática de cuantas se han tomado hasta la fecha en nuestro país para el apoyo y promoción de los artistas de valía, fueron las citadas exposiciones, un evento de suma trascendencia que se celebraba cada dos años y donde los pintores, escultores, grabadores y arquitectos presentaban sus obras en igualdad de condiciones. Se entregaban primeras, segundas y terceras medallas, aparte de la Medalla de Honor, y el propio Estado compraba algunas de las obras premiadas. Concurrían todos los artistas interesados y, tras una selección previa realizada por un jurado competente de cada gremio, se exponían una considerable cantidad de obras. Los jurados, que iban cambiando, decidían las medallas y propiciaban así a los premiados una carrera sólida. El jurado, integrado por artistas de reconocida trayectoria, era expresión del gusto artístico imperante de cada momento y fue evolucionando desde el academicismo hasta una mayor apertura a las corrientes avanzadas, como el realismo social finisecular o las primeras vanguardias figurativas. Haciendo un balance objetivo de su labor, por lo general se otorgaron siempre los premios a obras de elevada calidad, independientemente de su opción estética. Ello no quita que excepcionalmente se cometieran injusticias, pero lo que se escogió fue siempre de mucho nivel. Todos los grandes artistas del período fueron galardonados y las colecciones estatales se enriquecieron notablemente. Paradójicamente, desde la llegada de la democracia, el Estado español ha sido incapaz de articular algo tan eficaz para el apoyo y desarrollo de las Bellas Artes. Estamos acaso, en este ámbito, en el período más sectario y antidemocrático de nuestra historia. Una camarilla de prebendados mediocres copan hoy todas las ayudas, privilegios y premios, otorgados discrecionalmente por una mafia asentada en el poder, constituida por un círculo cerrado e impermeable con intereses particulares que propicia un horizonte desesperanzado, sin salida, para verdaderos artistas a los que nunca se reconocerá.

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