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A LMERÍA es un festival de parques: Parque de las Familias, el Delta, La Estación, Rambla, el Boticario y Nicolás Salmerón, que bien podría ser más un parque para la imaginación que un sueño si no fuera por la carga de olvidos que lleva dentro. Ese parque donde termina Andalucía, armonizado por esculturas, fuentes y una hermosa escalinata, tan útil para rodar “Patton” como “El acorazado Potenkim”. Y no es porque este parque no tenga vitalidad, que la tiene. Algunos gestos notables de la atonía municipal se han producido en este robusto parque y como son estimulantes para la reflexión conviene anotarlos aunque sea para nada. Es verdad que el ayuntamiento se esfuerza en crear espacios donde la diversión, algo del universo achatado de la cultura local, un poco de socialización y una especie de zoco alumbrado por un rastro de antigüedades, artesanía y pinturas.
También hay iniciativas ajenas loables como el Berlin Social Club, la Favorita, restaurante El Parque, la Hormiguita o Port of Spain. Pero enseguida a todo eso hay que añadirle ese rastro tozudo de dejadez y desdén, un fantasma que convierte en señal de alarma a papeleras rebosantes de suciedad, maleza, setos enclenques, basura, aceras desiguales devoradas por raíces, excrementos de algunas de las veintinueve mil mascotas que tiene la ciudad, donde juegan más los perros que los niños. Todo es un paisaje penoso, atosigante, envuelto en un viscoso olor.
Este “jardín histórico” tiene tanta memoria como olvido. Ausente de decisiones está ahí, proyectado en las sombras de sus imponentes árboles como recuerdo permanente de lo que fue el corazón de Almería, sin una pedagogía que lo alimente, sometido a una especie de asesinato autoral que posterga la memoria de nombres, como el del almeriense más universal, Gómez Arcos, que hizo de este parque el itinerario personal de su infancia que es también itinerario y paisaje de sus novelas y una época.
Ante esta esquiva política municipal a la que lo mismo le da el desdén que el olvido, la piedra que la mina, el Parque Nicolás Salmerón yace ahí, sumiso como quien espera el haraquiri. Fue memoria grata de un jardín de Damasco que, entre sus palmeras, un tranvía cargado de sudor turco se movía de arriba abajo, subía y bajaba, perseguido en moto por Peter O´Toole en “Lawrence de Arabia”.
Convertido en reliquia, el parque Nicolás Salmerón, más que un parque, es un estado de ánimo, se muere de melancolía sabedor de lo que fue; perplejo por lo que hoy es.
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