Monticello
Víctor J. Vázquez
Un triunfo póstumo
Monticello
Enen 1984 el fuego consumía el emblemático Dining Hall del Trinity College de Dublin, construido a mediados del siglo XVIII por sir Richard Cassels y ubicado junto a la capilla que hasta hoy comparten los alumnos católicos irlandeses y los miembros de la Iglesia de Irlanda. Blacam y Meagher, dos jóvenes arquitectos de la tierra, recibieron el encargo de restaurar aquel edificio que había cobijado la vida privada de los profesores trinitarios. Fue durante el rediseño de la primera planta cuando se dieron cuenta de que un habitáculo, de unos seis metros cuadrados y sin ventanas, podía servir para satisfacer el gran anhelo del claustro profesoral: disfrutar de un discreto pub irlandés. Mas el plan de Blacam y Meagher iba a incorporar, en secreto, una sutileza sublime. Aquel pequeño espacio no rendiría culto a la taberna irlandesa sino al racionalismo arquitectónico, al servicio aquí de la noble costumbre de beber. Y es entonces cuando en esta historia emerge el nombre de Adolf Loos, el gran arquitecto austriaco, conocido por su ensayo Ornamento y delito, una apología radical de la funcionalidad. Que cada espacio sea vasallo fiel de su último fin era el imperativo ético de este enemigo de la tradición que tuvo oportunidad de dar al bebedor lo que es del bebedor con el diseño en Viena, a principios del siglo XX, del American Bar. Este minúsculo bar de copas, el más pequeño de la capital, es al que, ochenta años después, Blacam y Meagher darían réplica en aquel rincón ciego del Trinity.
El Loos Bar del Trinity siempre está oscuro y un sutil juego de espejos hace que sus vigas y columnas, su suelo de ajedrez, se pierdan en un infinito inquietante y onírico, propio David Lynch. Es una plataforma pura desde el alcohol a los sueños. Blacam y Meagher consiguieron con su desacato rendir culto racionalista al santo bebedor, pero tradición y razón a veces se dan la mano. En el Loos Bar rige hoy, consuetudinariamente, la prohibición de trabajar, usar el teléfono y sacar fotos. No hay comida y no se sirve bebida sin alcohol. Dos grifos de cerveza, rubia y negra, destacan en la barra y, en la estantería, una suculenta colección de güisquis. Todo es de una racionalidad extrema, sí, pero no inédita, pues ya advertía Michaleen Flynn, alcahuete borrachín de El hombre tranquilo, que cuando bebía güisqui bebía güisqui y cuando bebía agua bebía agua. Es decir, que la razón etílica, lado bueno de la Historia, regía ya en Inisfree, en la tradición del noble pueblo de Irlanda.
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