Hoy, que es Domingo de Ramos y el fervor cristiano tomará nuestras calles, conviene recordar que no en todas partes resulta tan fácil vivir la fe. El dato nos lo proporciona la organización Puertas Abiertas que cada año elabora la Lista Mundial de la Persecución (LMP): en 2022, superando registros anteriores, 360 millones de cristianos, uno de cada siete en el mundo, sufrieron violencia, intolerancia y acoso. Destacan las cifras de creyentes asesinados (5.621), de iglesias atacadas (2.110) y de fieles detenidos (4.542). Números, por otra parte, que inexplicablemente ocultan las principales instituciones políticas, mediáticas, culturales y hasta religiosas de Occidente. Se puede afirmar que el cristianismo es la religión más perseguida, aportando el 75 por ciento de las personas que lo son por sus creencias religiosas. Si nos fijamos en el macabro ranking de los países en los que impera la intransigencia, Corea del Norte, Somalia, Yemen, Eritrea, Libia, Irán, Nigeria, Pakistán, Afganistán, India y China ocupan los primeros puestos. Pero no son los únicos: uno de cada cinco cristianos es perseguido en África, dos de cada cinco en Asia y, asombrosamente, uno de cada quince en América Latina.

Más allá de esta realidad, que no ignora otros credos, como el musulmán, que también son hostigados en diversas zonas del planeta, cabe preguntarse por qué la religión en general y la cristiana en particular provocan un rechazo tan cruel. De lo primero da respuesta la obstinación con la que ciertas formas de poder y de control político niegan la dignidad de sus gobernados. En las naciones constitucionalmente ateas, por ejemplo, la propia negación de la necesidad de Dios las lleva a otorgarles valor y respeto sólo a los ciudadanos que comparten esa innecesariedad.

De lo segundo, de por qué el cristianismo es particularmente reprimido, hay dos factores que pudieran explicarlo. En primer lugar, nos dice el teólogo Giovanny Gómez Pérez, los cristianos no obligan a nadie a abrazar su fe, lo que a menudo promueve la libertad individual y la libre conciencia, algo radicalmente inadmisible en muchos contextos. Y en segundo, el simple hecho de que un creyente convertido hable de una verdad única y superior es tremendamente incómodo para cuantos intentan monopolizar el discurso de la verdad.

Sea como fuere, el fenómeno no se detiene. Con la infamia añadida de un olvido que nosotros no podemos ni debemos permitirnos.

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