República de las Letras
Agustín Belmonte
Prólogos
Monticello
Las imágenes, filmadas por García Pelayo en super 8, tienen medio siglo. Allí, en Don Gonzalo, la legendaria discoteca sevillana, entre humo y trompetas de jazz, aparece fugaz un jovencísimo Pipo Clavero, medio risueño, medio tímido, con los ojos atentos a todo, como un ángel radical de la curiosidad. Casi nunca hablaba de aquellos años suyos de humanismo contracultural. Supimos luego de su Antígona, de sus poemarios alejandrinos y de sus letras musicales para Smash. Esta vez hemos venido a golpear, rezaba la más famosa. Y tanto que fue así. La curiosidad furiosa de Pipo recayó, para dicha de todos, en el estudio de algo que, por versar sobre el orden del pasado, sonaba tan poco contracultural como la Historia del Derecho. Mas era aquel, sin duda, el hogar natural para una inteligencia insurrecta que quiso ver el tiempo a través de imágenes nunca atendidas y desvelar la biografía que hay oculta tras cada palabra. Nada en la vida intelectual de Pipo fue convención, todo sorpresa. Lo claveriano, digamos, no era encontrar la pieza del puzle, sino cambiar el puzle mismo. Impugnar la trinidad de los poderes.
Trabajada con la sola luz del día y con música, no pocas veces psicodélica. Era normal hallarlo con varios libros sobre las rodillas, y casi imposible no encontrarlo tecleando. Tenía Pipo, de alguna forma, la concentración como condena. Escribe más rápido de lo que los demás somos capaces de leer, decía de él su querido Jesús Vallejo, y era cierto. Tanto como que todo lo que leía se registraba en su memoria. Recordaba también cualquier cosa que le hubieras dicho y era capaz de regalarle a aquella mundana idea, la inteligencia que tú nunca habrías vislumbrado. Pipo te hacía mejor. Si le mirabas a los ojos era visible el frenesí vertiginoso de su inteligencia. Aquella rapidez, sin embargo, contrastaba con la cadencia tranquila de sus gestos. Pipo tenía el candor machadiano de la gente buena. Fue hasta el final el más joven de todos nosotros, insoportablemente moderno, se diría. Y nunca perdió la extraña costumbre de, allí donde le invitaban a subir para enseñar, bajar él para aprender.
Contaba Pipo que, tras el asesinato de Francisco Tomás y Valiente, su llorado amigo, la conjura fue construir con los suyos una suerte de Tomás y Valiente colectivo. Y lo hicieron. No sé si es posible un Pipo colectivo. Pipo era un planeta. Mas le seguiremos la órbita. Será objeto de la misma curiosidad radical que él vertió en la vida. De igual amor. Y qué duda cabe: He came to smash this time. Qué hombre más extraordinario.
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