No diré, porque sería falso, que todos los políticos son psicópatas. Pero sí que la política, en la medida en que busca el poder y su conservación, demasiadas veces los lleva a adoptar un talante "psicopático". El frecuentísimo recurso a la mentira, a la manipulación, a un amoral maquiavelismo los acerca peligrosamente a la psicopatía. Por supuesto que hay políticos honrados, leales al bien común. Pero el objetivo -el poder- suele teñir de tintes enfermizos el quehacer de la mayoría. En realidad, no es sólo cosa de la política. En toda relación (de género, intergeneracional, laboral, de convivencia social) hay siempre un soplo psicopático: quien ejerce el poder "usa" al otro como instrumento, como medio que le permite conseguir sus fines. Aunque el juego entre dominantes y dominados (o neuróticos, que para el caso es lo mismo) se practica en cualquier vínculo entre humanos, sin embargo aparece con mucha mayor evidencia en el ámbito político.

El desvarío se agrava cuando el poder político atrae al verdadero psicópata. Éste, que tiene una necesidad hipertrófica de notoriedad, encuentra en la política terreno abonado para sus dislates. Allí podrá mentir sin escrúpulos e incumplir desahogadamente sus promesas. Además, embriagado de narcisismo, ejercerá sin rubor su falaz superioridad, cercenando fríamente todo conato de oposición.

El psicópata, que carece de capacidad para obedecer leyes jurídicas o morales, desconoce la empatía, entiende la ética como una debilidad e ignora los imperativos de la conciencia. Al tiempo, desprecia su propia seguridad y la de los demás, arriesga lo más sagrado sin darle importancia porque para él nada tiene más valor que sus deseos. Arbitrario y ensoberbecido, sin miedo a que se descubran sus felonías, aplica sus ilimitables dictados. Hoy surgen psicópatas políticos (el orden de las palabras es esencial) en las cuatro esquinas de un mundo entontecido.

¿Tiene algún antídoto? Nos lo sugiere Fernando del Pino: el imperio de la ley. Por eso el poder psicopático tiende a destruir o subjetivar las leyes. La ley, añade Del Pino, lo es todo. Tanto, que el criterio básico para calificar un sistema político estriba en diferenciar entre un Estado de Derecho, en el que la ley manda, y aquel otro en el que manda la voluntad del poderoso mientras las leyes son despreciadas, modificadas, distorsionadas o violadas. ¿Les suena cercano cuanto antecede? A mí, por desgracia, también.

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