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Participan las terrazas de una ingravidez facilona, toda vez que no están suspendidos, casi en estado de trance, quienes se asoman a ellas, sino con el pie firme en la solería de la estructura. Aun así, mirar hacia abajo, desde la barandilla, provoca una sensación de vértigo porque no parece tenerse los pies el suelo y hace de las suyas el miedo a las alturas. Más todavía en esta terraza que sobresale en demasía del plano del muro, con una impresión de fragilidad, de precipitarse por el sobrepeso y mudar el embeleso de los concurrentes, ante la contemplación del paisaje, en la conmoción terrorífica por un accidente infausto. Poca diferencia habrá entre la perspectiva que ofrece el límite del alto muro, asomados desde tierra bien firme, y la de la terraza que se extiende en su compostura. Pero esta resulta atractiva porque conlleva el particular riesgo de lo desacostumbrado. Y no extrañará que a algún merodeador algo díscolo se le ocurra dar saltos para procurarse un chute frenético. Da asimismo la terraza para la metáfora, ya que parece una plataforma desde la que arrojarse al vacío, un trampolín en la piscina sin agua del desatino, una obra inacabada, vista desde abajo, donde más asusta esta terraza rompedora.
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