Por montera
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Tuve un amigo al que le daban miedo las negras. Le atemorizaba la hermosura de sus dentaduras y la claridad de las palmas de sus manos, que contrastan dramáticamente con el resto de la piel. Pero nunca me dijo nada de sus tetas. Nunca he conocido a un hombre que sintiese jindama ante unas pechugas femeninas. Más bien lo contrario. Los varones adoramos los senos de una manera incondicional, primero como fuente maternal y nutricia, después como carne del deseo y, finalmente, como refugio amado en el que sanar las puñaladas de la vida. No creo que exista ningún macho que no recuerde la primera vez que acarició un pecho de mujer. No hay suavidad que se pueda comparar. Ni el tafilete ni la cabritilla con la que se encuadernan los mejores libros superan ese tacto delicado que las hembras humanas conservan en el busto. Es curioso, los senos de una mujer son uno de los primeros síntomas de su desarrollo, de su adultez, pero siempre guardan en ellos una textura de bebé, incluso cuando los años las ha cubierto de arrugas y desilusiones.
El periodista Luis Carandell dijo en cierta ocasión que la vida le había enseñado una cosa: los hombres que están casados con mujeres de pechos grandes prefieren las féminas de senos pequeños -como mandarinas o castañas- y viceversa. Creo que de lo que el gran cronista parlamentario nos quería hablar es de la insatisfacción crónica del Sapiens y de sus dificultades para cumplir con el noveno mandamiento. Pero también de que, grande o pequeño, el busto femenino siempre será el mayor anhelo del hombre. Ya lo dice Dios, a través de Salomón, en el Cantar de los cantares: "Eres alta como palmera,/ y tus pechos son dos racimos./ He pensado en treparme/ y hacer míos esos racimos". Y en la Biblia del Oso, Casiodoro de Reina traduce amorosamente: "Tus dos tetas, como dos cabritos mellizos de gama".
La ministra Irene Montero ha aprovechado el fragor de un mitin en Castilla y León (donde la cosa está que zumba) para interrogarse con tono desgarrado: "¿por qué les dan tanto miedo nuestras tetas?". Es decir, nos acusa de mastrofobia (vulgo tetafobia) a los que no estamos dispuestos a comulgar con su feminismo efectista y neumático. La brillante y valiente pregunta no la ha sacado de Freud o Lacan, sino de una pegadiza canción ligera que nos representará en Eurovisión, Ay mamá, lo que ya nos habla del nivel de las fuentes de la prócer morada. Por alusiones contestaré: a ninguno nos dan miedo las tetas, todo lo contrario, pero sí las ministras irresponsables y demagogas. Esas nos dan pánico.
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