NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Si la fe cotizara en bolsa, habría, a cada momento, tanto millonarios fugaces como individuos sumidos en la más absoluta bancarrota. Y es que la fe es un valor muy volátil. Tan pronto nos parece el último clavo al que aferrarnos —recurriendo a ella como única oportunidad (“hay que creer”)— como la denostamos, considerándola el último refugio de la credulidad, ese terreno donde se justifica lo más inverosímil “como un acto de fe”. Es en esta segunda forma en la que depositamos las promesas vagas, las personas que ya han fallado y esos proyectos sin pies ni cabeza. Pero, como elemento transformador y diferencial, la fe nos interesa en su primera acepción, tan antigua y profunda como la propia humanidad. Porque determinados actos de fe pueden cambiar el curso de los acontecimientos. Creer antes de ver, comprometerse antes de tener garantías, no es una fe pasiva y resignada, sino activa y valiente.
Y la fe no es necesariamente religiosa, por supuesto. La fe es anterior al uso de la palabra y del lenguaje y previa, incluso, al dominio del fuego. Surgió cuando nuestros ancestros alzaron los ojos al cielo y escudriñaron el horizonte buscando respuestas y sentido. Ahí, en los límites de la consciencia, nació la capacidad de creer que más allá habría caza, y que, pasado el invierno, la tribu sobreviviría. Desde siempre, la fe ha sido ese muro de resistencia frente a la incertidumbre, el germen de toda esperanza.
Hoy no han cambiado tanto las cosas. Seguimos necesitando actos de fe porque seguimos enfrentando un sinfín de vicisitudes que no pueden ser comprobadas ni anticipadas. Necesitamos seguir amando aunque nos hayan herido, o persistir en un proyecto que aún no da frutos pero que sentimos —de algún modo inexplicable— que pronto lo hará.
Siempre habrá quien diga que la fe es una variante del autoengaño, vestida con cierta elegancia. Pero la diferencia es notable: la fe conoce el riesgo, pero se lanza; el autoengaño cierra los ojos ante una realidad evidente. Cuando decimos “hay que tener fe” no nos referimos a “confiar sin pensar”, sino a elegir creer a pesar de todo.
A fin de cuentas, la fe es esa fuerza silenciosa que se activa cuando se han agotado las fórmulas y los datos, pero todavía queda el deseo de seguir. No sustituye a la acción: la impulsa. No garantiza nada, pero abre la posibilidad de todo. Por eso sigue siendo, a pesar de todo, el recurso más humano que tenemos.
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